UN RELATO DE LA VIDA REAL
EL EXTRAORDINARIO CASO DE UNA MUJER
SIN PASADO
Sábado 2 de octubre del 2010. 8 de la noche. 8vo piso de un apartamento ubicado en el distrito de San Miguel, en Lima.
Adentro, una mujer de unos 65 años de edad, que vive sola, espera la llegada de su mejor amiga.
Una suave melodía envuelve mágicamente todo el ambiente.
La mujer está vestida con una cómoda blusa blanca, adornada de pájaros que parecen revolotear a su alrededor a cada paso, y un pantalón que parece de seda.
Sus facciones muestran una rara mezcla de razas blanca y cobriza: largos cabellos rubios, tez blanca pero con un tinte rojizo y finos rasgos, hacen pensar que fue una mujer de exuberante belleza; sus más cercanos amigos nunca entendieron la razón de su soltería.
Tocan el timbre.
Sara, que es el nombre de la dueña de casa, da unos pasos presurosos hacia la puerta, y abre. Ante ella aparece una mujer casi de su misma edad que le abraza efusivamente.
-Hola, Sara ¿cómo estás?
-Hola, Margareth, al fin llegaste.
-¡Claro! Me tienes al borde del colapso con tu misterio-. Responde sonriente la recién llegada.
-Bueno, no es para tanto, aunque debo decirte que es una historia fantástica que no he contado nunca a nadie.
-¡Me muero por escucharla! -. Exclamó vivamente interesada Margareth.
Las dos mujeres se acomodaron en el sofá más largo de la pequeña sala, en cuyo centro, sobre una mesita de madera, se hallaban dos vasos y una botella de vino para la ocasión.
-Mira, esta historia te la cuento porque te considero mi mejor amiga.
-Gracias, te escucho-. Musitó como un arrullo Margareth
-Como sabes, yo soy huérfana, y no conocía nada sobre mis verdaderos padres, mucho menos sobre mis abuelos… hasta que, gracias a mi persistencia, hace unos días llegué hasta la puerta de una prima que no conocía, quien me ilustró sobre mis orígenes… y me develó las oscuras acciones que hicieron de mí una mujer sin pasado.
Margareth escuchaba perpleja. No cabía duda que su amiga guardaba para sí misma una gran aflicción, una amargura muy bien disimulada por su amplia sonrisa que lo iluminaba todo a su alrededor.
Ahogando un llanto que casi no la dejaba hablar, dado que las emociones se le desbordaban a cada palabra, Sara continuó.
-Mi prima Carolina me habló primero de mis abuelos. Fueron tan confusas y hasta contradictorias sus explicaciones, que tuve que hacerle volver sobre sus palabras varias veces, sin que llegáramos a ninguna parte. Mi decepción iba creciendo por momentos. No entendía nada. Los recuerdos que tenía eran nubilosos. En algunas partes de su enredado relato, repetía lugares, personas y fechas, de modo que tuve que decir basta, muy a mi pesar-. La voz se le quebraba.
-Tranquilízate Sara. Vamos, tómate un buen trago de vino-. Le decía suavemente Margareth a su amiga que desnudaba su alma ahí mismo.
-Entonces-. Continuó Sara.- Llegamos a un acuerdo: mi prima, que fue profesora de primaria, escribiría los acontecimientos tal como ella los recuerda, de modo que me fuese más fácil entender todo aquello que me ha mantenido ciega todos estos años. No me atrevo a leerlos sola, y por eso te llamé.
Sara calló. La música de fondo invadió a las dos mujeres que permanecían en silencio.
Los vasos llenos de vino se estrellaron en un brindis silente, que quería decir muchas cosas.
Sara se levantó del sofá y se dirigió al estante de los libros. Tomó un portafolios y retiró unas hojas sueltas; en sus líneas, y a modo de cuento, estaba plasmada una importante parte de su vida. En esas páginas se hallaban las respuestas que buscó ardorosamente tanto tiempo; allí estaban sus orígenes, sus padres, los hermanos que ignoraba tener y sus abuelos; todo eso que cualquier persona tiene como base de su existencia… todo aquello que para ella eran solo tinieblas.
Se acercó a su amiga Margareth, y le pidió que leyera ella. A Sara le temblaba la voz y las lágrimas le obnubilaban.
-Con mucho gusto-. Respondió Margareth.
Tomó las hojas y comenzó a leer; el tono de su voz era lo suficientemente alto como para que su amiga le escuchase sin dificultad.
Margareth leía despacio, como saboreando cada palabra, degustando cada frase… cada párrafo.
El escrito que había elaborado la prima Carolina decía literalmente así:
1894
Dos pares de ojos, confundidos entre muchos otros, observaban la costa peruana con asombro; el barco que los traía desde tan lejos, acababa de atracar en el puerto del Callao.
-¿No olvidas nada?-. Preguntó el que parecía ser mayor. Su fuerte acento se dejó oír a varios metros a la redonda. Para los viajeros que se hallaban más cerca, acostumbrados a oír muchos idiomas, no quedó duda que los dos hombres eran alemanes.
-No, acá están los documentos y el equipaje en orden-. Contestó el otro.
Momentos después se dio la orden de desembarcar.
El bullicio del puerto era general: gritos, música de la banda local y fuegos artificiales para darle la bienvenida a los pasajeros, confluían en un pintoresco cuadro donde reinaba un caos aparente, dado que eso era lo normal en el puerto.
Los dos hombres fueron recibidos por las autoridades portuarias y migratorias, que se dirigían a ellos con cierta deferencia.
Aunque no hablaban español con fluidez, se hacían entender muy bien; en la larga travesía pudieron aprender algo del idioma, dispuestos como estaban a permanecer largo tiempo en el Perú.
Su país se encontraba en graves problemas económicos; fácil es comprender que la falta de empleo y toda clase de dificultades fueron más que un acicate para querer emigrar y establecerse en otro país… y escogieron Perú.
Una vez tomada tal determinación, pudieron averiguar todo lo que necesitaban para saber que su destino final era Huancayo; el clima y el espectacular paisaje los atrapó enseguida.
Compraron terrenos de sembrío, una casa y dispusieron todo para desarrollar un negocio que conocían muy bien: la orfebrería.
Además compraron unas tierras que se ubicaban a la espalda del Convento de Ocopa, y una casa en pleno centro de Huancayo, que por esa época comenzaba a tener un flujo importante de comerciantes que transportaban diversos productos hacia Lima.
Pronto, uno de los hermanos se vio obligado a regresar a Alemania, para no regresar jamás al Perú.
El nombre del alemán que se quedó era Karl Bergman, apellido que en su idioma natal quiere decir hombre de montaña.
Karl se estableció definitivamente en Huancayo, pero viajaba a Lima regularmente.
En uno de esos viajes conoció a una mujer de tez negra, de nombre Carmenza Cotrina con la cual contrajo nupcias poco tiempo después.
Fruto de esta unión, nació Víctor en 1896, y posteriormente Isaura en 1897.
Isaura era alta como su padre, y muy rubia. Además lucía algunos rasgos que heredó de su madre. Pero lo que más le caracterizaba era su férreo carácter, que sin duda le transmitió su padre.
Desde muy joven Isaura mostró un gran interés por la política; hasta ese momento casi privilegio exclusivo de los varones. Se dedicó a estudiar la historia del Perú y aprovechaba sus viajes a Lima para acercarse a los círculos políticos que frecuentaba su padre.
A sus 24 años ya entendía lo suficiente sobre las distintas posturas políticas, y lo que se jugaba el país; eran momentos de agitación social y de complots para derrocar al presidente o al dictador de turno.
Se comprometió tanto, que su vida giraba alrededor de ello.
Se enamoró de uno de sus copartidarios de apellido Cancino, y con él procreó tres niñas: Alicia la mayor, en 1924; Rosa la del medio, en 1926; y Lola, la última, en 1927.
Isaura vivía en Huancayo con su padre Karl, pero pasaba más tiempo en Lima, de modo que las tres niñas crecieron teniendo a su madre muy poco tiempo; con su padre ocurría otro tanto.
En el año 1930, Luis Miguel Sánchez Cerro (Piura, 2 de Agosto de 1889-Lima, 30 de Abril de 1933) organizó el golpe de estado contra Augusto B. Leguía, y por ello fue elegido Presidente provisional por los insurrectos, en 1930; Isaura se entregó a la causa de Sánchez Cerro fervorosamente, más aún después de haber sido asesinado por un aprista de nombre Abelardo Mendoza Leiva, aunque luego se comprobó que hubo más de un implicado.
Las tres chicas extrañaban a la madre que se ausentaba por largas temporadas.
Lola, la menor de todas, fue quien tomó la iniciativa de hacer lo posible por buscar a la madre en Lima. Como sabía donde guardaba su abuelo Karl los doblones de oro, se dio maña para sacar los que consideró suficientes para pagar los gastos del viaje.
Una vez con el dinero en el bolsillo empujó a sus hermanas rumbo a Lima.
En Lima compró ropa para las tres con sus respectivos sombreros de moda.
Preguntaron el paradero de su madre, y la hallaron metida entre los hombres; era una líder más.
Isaura sorprendida tomó a sus hijas y las llevó de regreso a Huancayo.
El abuelo Karl no podía creer que la menor, que frisaba los 11 años de edad, se atreviese a escapar de la casa llevándose consigo a sus hermanas… y los doblones de oro.
Tal vez fue lo segundo lo que más hizo rabiar al abuelo, que no quiso dejar pasar la oportunidad para castigar las pilatunas de su nieta: la tomó entre sus fuertes brazos, y la amarró en lo alto de un palto. La niña gritaba pidiendo perdón. Tres horas después fue bajada por un peón bajo la mirada ceñuda del abuelo.
Tres años después, aburridas por la ausencia de sus padres y las restricciones del abuelo, las chicas viajaron a Lima para no volver jamás.
En Lima trabajaron en lo que pudieron. Cada una, a su tiempo, fue encontrando el amor, y los hijos llegaron cuando las chicas eran aún muy jóvenes.
Alicia, la mayor, quien trabajaba en un club de prestigio como mesera, conoció a un pianista francés de nombre Jean Jaquest de Magalaes, y se enamoró perdidamente de él; a los 18 años ya esperaba su primer bebé.
La tragedia llegó de manos de Gloria, una mujer de unos 26 años de edad, quien, loca de celos al ver que Alicia se comprometía con el hombre de sus sueños, dispuso la muerte del pianista y también atentó contra Alicia, su rival de amores.
Para Alicia el mundo se transformó en una masa informe; nada tenía sentido; las ideas iban y venían como un torbellino irreal.
No alcanzaba a comprender cómo, el único y eterno amor de su vida, quien había llegado para llenar su soledad, desaparecía ante sus ojos para siempre… sentía como si le hubiesen arrancado de un tirón, un pedazo de alma.
Al comienzo se negó a creer tamaño despropósito, y lo esperaba al caer la tarde, al borde del mar donde se encontraban siempre. Luego, de la nada, prorrumpía en sollozos, en gritos desolados… como si el cielo se desplomara sobre ella. Hubiese querido morir antes que seguir padeciendo ese tormento.
Y los días fueron pasando uno a uno sin que Alicia reaccionara; el tiempo no lograba menguar ese dolor inmarcesible; entonces su cerebro decidió poner fin al sufrimiento: aquella joven hermosa, de ojos cristalinos y rizados cabellos negros… perdió la razón.
Se la veía deambular por los parques en silencio, ya no peinaba con esmero sus cabellos como lo hacía antes, ni cuidaba de sus ropas.
Al poco tiempo después nació una nena de cabellos rubios, de ojos azules, como los de su abuela, rozagante y rosadita como los ángeles que pintara Velásquez. Esa niña que vino al mundo en condiciones tan difíciles… eras tú, Sara.
Margareth dejó de leer. Sus ojos se nublaron, Sara, a su lado, gemía quedamente con los ojos bañados en lágrimas. Se abrazaron como queriendo buscar fuerza en la otra; Sara se enfrentaba de un solo golpe con los fantasmas del pasado sin tener a quien reclamar; las emociones se desbordaban sin poder hacer nada; sentía cólera, una rabia infinita… y una tristeza honda dentro de su pecho… pero por encima de todo le invadía un pensamiento perturbador: eso era lo que había buscado toda su vida, y ahora que la verdad se abría paso ante ella, ya no quería mirar.
Las amigas se separaron suavemente y se tomaron de las manos. Se miraron fijamente, y sin decir una sola palabra pusieron en el centro de la mesa un gran cenicero… Allí fueron quemando una a una cada hoja de papel, de este modo querían borrar todo vestigio de aquel pasado… que era mejor no recordar.
Epílogo
Alicia, la madre de Sara, trastornada como estaba, fue llevada ante la presencia de una mujer de origen francés, quien se hizo cargo de la niña a cambio de una cantidad indeterminada de dinero.
La francesa era propietaria de una casa de dudosa reputación, y había logrado amasar una gran fortuna.
Cuando Sara cumplió 7 años de edad, la internó en un colegio de monjas. De modo que Sara creció con la idea de que esa mujer era su madre.
La francesa murió, no sin antes dejar a su nombre, y al de su madre Alicia, todos los bienes que poseía.
Lola, enterada de la situación, hizo firmar documentos a su hermana Alicia, y se nombró apoderada de Sara, que para ese entonces tenía 13 años de edad.
Lola, en complicidad con su esposo, la sacó del internado y la matriculó en otro lugar… y se quedó con la herencia.
Lo demás… lo demás ya Sara no quiere saber.
Manuel Teyper. Email: mteyper@hotmail.com.
No hay comentarios:
Publicar un comentario