Poesía es magia, es juego, y por ello se halla profundamente relacionada a la infancia, al niño: éste —que es un poeta elemental— crea mediante el juego, reordena las cosas de este mundo en relación a su idea. La poesía es mirar con ojos nuevos, inocentes, porque es tener los ojos de niño, primigenios, aurorales, diría yo; el poeta muestra el mundo, su mundo, como lo hace un niño desde la perspectiva del juego, pero los ojos poéticos están muy abiertos, son conocedores de la intimidad del universo: el creador ve la vida en toda su amplitud porque des-conoce la visión estrecha. Sólo el poeta sabe preservar en sí algo del alma del niño, es por esto que la poesía significa elección de vida. Dice Goethe al respecto: “La poesía es un estado de infancia conservado”.
La visión poética está estrechamente unida al núcleo de significaciones —y sus concomitancias— que componen el sistema de mitos, ritos y magia, y este pensamiento indirecto se corresponde a un lenguaje de símbolos a desentrañar (el símbolo no es otra cosa que el modo de manifestarse una realidad con sus diferentes y profundas relaciones), es decir, que no se muestran en primera instancia, si la mirada del poeta no lo descubre, lo hace suyo y lo plasma según su particular, única manera, en la obra de arte.
La noción de conciencia mítica aflora en determinados momentos como partícipe de la imaginación, como elemento capaz de crear universos y exteriorizar la intuición poética. La intuición permite el acceso a los rincones no explicables. La visión del creador se expresa por intermedio de los símbolos, acudiendo a una escala de recursos poéticos que tocan de cerca la zona sagrada. El poeta escucha las voces del ser y las transfigura a través del lenguaje; muestra el estado de transfiguración de la naturaleza; da a las palabras una virtud muy allegada a la magia. En tanto la poesía es parte del hombre, del ser en relación a su poder unitivo y comunicante, representa la intravía por donde corre la verdadera historia de la humanidad, circunstancia que la une al gran espacio y el gran Tiempo (con mayúscula), es decir: la zona sagrada, el mundo de los valores, la esencia del ser.. Si la poesía conduce a una zona sagrada, un todo que tiene de por sí un poder de magia y encanta-miento, su lenguaje es asimismo, totalitario: abarcador. La palabra poética adquiere su propia identidad gracias a una voluntad creadora que le arrima su cabal espacio semántico y su valiosa intensidad. El poema no “habla” sobre el mundo, no “dice”, sino que se equipara al mundo porque expresa su hacerse constante; el poeta ilumina, escucha, repite, es —como manifiesta Bachelard— “una voz en el mundo”. El poeta devela, revela los mundos imaginados y vividos, con la eterna búsqueda del mito en el lenguaje, y provoca una evocación y una necesidad ontológica de reconocimiento en el lector. Su experiencia se muestra sólo a través de la palabra, de la expresión poética. Intuición, experiencia, expresión poética son términos que van indefectiblemente unidos, son tal vez La Palabra.
Todo proceso lírico representa un privilegio del cual goza el poeta; es también, en cuanto creación, un hecho individual, manifestación de un ser humano ubicado en un contexto histórico y en una sociedad.
El creador sale “a lo abierto” (según Rilke), capta la realidad sincrónica y diacrónica del universo, se atreve a descender a los abismos, con su visión abarca-dora, esa realidad que se esconde; él juega con las palabras nutrido por un instinto estético del cual no se desprenderá jamás porque es expresión de una forma de vida, de una captación espacialísima de la realidad; es aquello que Lorca llama con toda propiedad “el duende”, y que define así: “El duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar… al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre… el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles… el duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca”.
ENVIADO POR LELIO GURRUCHAGA
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