jueves, 12 de junio de 2008

A MI PADRE Raquel Piñeiro Mongiello

Llegué a tu límite. Estabas ahí como todos los días, apoyando tus brazos en el respaldo de la silla, en el mismo sitio y con el mismo errar en el aire de la tarde. Los chicos jugaban en la vereda. Me viste llegar y como saliendo de tus sueños tomaste conciencia de mí. Sonreíste. Sabía que lo ibas a hacer. El tiempo sonámbulo no tenía expresión. Todo denotaba una inquietud incesante. Hoy no eras el mismo. Estabas en una espera oscilante. Busqué mirarte. Casi juntos pretendimos hablar. En broma dije que parecías un enamorado. Te sonrojaste. Comprendí que había descubierto al adolescente que todavía había en vos.
Despilfarro en tu mirada destejiendo la perspectiva nocturna. Señalaste el último reflejo de sol escondiéndose. Me dijiste que tocabas el último milagro de ese día. Tenía tanta necesidad de preguntarte por esa alegría nueva, primitiva, asomada a tu pupila. Se encendían mis interrogantes. Esperabas y no tenías ganas de hablar. Comprendí tu deseo de estar solo. Me fui.
El resto de las horas pensé en vos. Arranqué hojas del almanaque, desde cuando estabas en mí con todas tus grietas sosteniendo esa querida caricatura cotidiana. Repasé de nuevo la última mirada traviesa que me tiraste.
En la cama me revolví entre las sábanas, busqué aquellos tiempos anteriores y estabas ahí, como todos los días en el mismo sitio. A veces te decían locooo, te amé, amé tus vuelos fantásticos, tu manera de contarme aquel tu primer trabajo en el teatro con los Podestá y la alegría del aplauso que galardonó tu ansiedad, después el boxeo, tus ganas de ser alguien pero el cachetazo cambió tu destino.
Amé esa manera de mirar siempre indefinidamente los espacios internos de los otros. No te equivocabas, no, eras preciso, sabio. Cada escala de tus palabras plasmaban tu tarea de forjarme.
Amaneció, la mañana bostezaba su comienzo y el sol se desparramó insolente, las horas sumaron otro día, llegó por fin la tarde, caminé los mismos pasos para encontrarte y estabas ahí como todos los días, pero hoy era distinto, me extendiste la mano izquierda, la del corazón como vos decías. Era tu señal de algo importante. Esperé sorprenderme, no fue así. De inmediato presentí lo que ibas a decirme. Sonreí y te abracé, irradiabas calor. Señalaste la esquina, ella venía.


RAQUEL PIÑEIRO MONGIELLO

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