CIUDAD EN LLUVIA*
a Raúl García Barda
a Alejandro Pidello
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.
La ciudad está empapada esperando la lluvia.
Llovió esta madrugada, de forma blanda como si fuera nieve. No perturbó el sueño de nadie y sólo pudo arrullar algún desvelado que sintió correr la lluvia por los desagües sin oírla sobre los techos.
Ahora, temprana tarde, me entretengo -cuando ya la lluvia es un recuerdo- en pensar en aquellos árboles de mi casa natal.
Esos grandes árboles que plantó mi padre, y los más nuevos que está comenzando a ordenar mi hermano.
A más de cien kilómetros de distancia, pienso en esos árboles, en ese césped, en la sombra propicia que cuida con extremo celo mi hermano.
Es bueno saber que en algún lugar de este incierto universo, uno tiene un lugar que-sin pedirle nada- lo espera.
La casa donde me hube criado está, como siempre, entre esos inmensos árboles y parece perfilarse como un barco a la deriva, si hasta uno cree que se mueve bajo el viento, o cuando el sol se inclina sobre ella y la hace refulgir sobre esas chapas que se arquearon bajo la nieve o las heladas, hace tiempo.
Lo cierto, lo verdadero, es que hoy, en este día un poco inclinado, un poco tenaz y otoño, poco apático, no nos queda más remedio que creerlo hijo de la mejor melancolía, padrastro de la nostalgia volvedora y pertinaz.
Pero estoy aquí.
¿Cómo se balancearán, hoy, esos árboles bajo este viento un poco suave, un poco incierto, un poco –pero sólo un poco- indócil, para el gusto cuasi clásico que nosotros esgrimimos.
Porque por estos lares la lluvia sigue siendo esperada, pero el día avanza –gris, metálico, absurdo y no repitió su música, solo dejó las calles húmedas, los papeles de la calle empapados como las hojas de los árboles y –quiero creer- la orilla barrosa de este inmenso río que acompaña a la ciudad por las curvas casi sensuales de la costa, la abraza con fuerza bajo los muelles y sigue como una boa gigantesca, amarronada y lábil, bajando con una lentitud que no arrastra camalotes porque no hay creciente y tampoco vuelan muchos pájaros salvo esa gaviota solitaria que persigue a ese velero.
Desde la ventana de mi escritorio solo veo el gris de los edificios que me rodean, bajo este gris plomizo que se aposenta sobre la ciudad desde hace días, y sólo puedo inferir el estado de la ciudad entera desde aquí.
Inferir, que es casi como imaginar. Por ejemplo de qué color habrá pintado la lluvia tanto edificio siniestro o como estarán remozadas las arboledas del Parque Independencia o las tipas o los jacarandáes de la Costanera como bullirán con hojitas de los sauces nuevos de las barrancas del parque Urquiza.
Cuando uno no sale por comodidad, o no quiere salir por algún motivo cualquiera de su guarida sólo debe atenerse a lo conjetural, incluso debe apelar a la imaginación más frondosa, más fluyente, más rica, para poder sostener un poco esta constancia pertinaz por mirar un paisaje y poder poner en palabras los colores cambiantes con que la lluvia viste todo cuando toca –y acá habría que apuntar “moja”, más exacto- y nunca deja igual, Casi diría que lo deja mejor, porque en principio, limpia, y por seguir, pinta de colores nuevos y hasta podríamos decir –sin temor a equivocarnos- que rejuvenece. Pero para poder comparar –sólo en la mente, claro- este paisaje urbano y aún contrarrestarse con el otro, el del Pueblo, es un espacio inmenso que la imaginación deberá cubrir porque en realidad no son –nunca pueden ser- contrastables, porque entre uno y otro median más de cien kilómetros, y tienen en mí una muy distinta apreciación.
Podemos aducir que el pincel puede –con razón- ser sospechado de subjetivo, pero la ciencia nunca fue mi fuerte así que habrá que amolar con lo que se puede, porque como dicen los jóvenes de hoy: “es lo que hay”.
De todos modos, una buena lluvia viene siempre bien, por esa virtud que tiene la lluvia, la de ser dadora de vida, la de ser aquella que proporciona siempre renovadas esperanzas: si en el campo para que las cosechas reactiven su ciclo, y si es en la ciudad para que lave un poco el sucio hollín que invasivo avanza sobre los techos, que impiadoso ensucia las hojitas tristes de todos los árboles.
Porque nada es más triste que un árbol con las hojas sucias y los troncos resecos o sus ramas que están viajando hacia su propio fin.
Quiero decir con todo esto que si bien el sol es fuente espléndida de vida, no menos lo es la lluvia, que suele ser mucho más poética, y que nos gusta siempre verla caer a través de los cristales empañados, con un buen libro en la mano, tal vez un mate, si cuadra, pero inútil que exista si no viene con su tropel de sueños altos, sueño de otra época, las mismas que entran apenas uno la abre la puerta del recuerdo.
Tan a mano uno tiene esta ciudad querida que sólo la lluvia puede acercarla más a nuestro corazón, más que contento cuando las nubes vienen arreadas por un viento que suele provocar la fuga por ese cielo de pizarra húmeda, casi el mismo que nos supo entristecer la infancia lejana y sin remedio.
Llovió esta madrugada, de forma blanda como si fuera nieve. No perturbó el sueño de nadie y sólo pudo arrullar algún desvelado que sintió correr la lluvia por los desagües sin oírla sobre los techos.
Ahora, temprana tarde, me entretengo -cuando ya la lluvia es un recuerdo- en pensar en aquellos árboles de mi casa natal.
Esos grandes árboles que plantó mi padre, y los más nuevos que está comenzando a ordenar mi hermano.
A más de cien kilómetros de distancia, pienso en esos árboles, en ese césped, en la sombra propicia que cuida con extremo celo mi hermano.
Es bueno saber que en algún lugar de este incierto universo, uno tiene un lugar que-sin pedirle nada- lo espera.
La casa donde me hube criado está, como siempre, entre esos inmensos árboles y parece perfilarse como un barco a la deriva, si hasta uno cree que se mueve bajo el viento, o cuando el sol se inclina sobre ella y la hace refulgir sobre esas chapas que se arquearon bajo la nieve o las heladas, hace tiempo.
Lo cierto, lo verdadero, es que hoy, en este día un poco inclinado, un poco tenaz y otoño, poco apático, no nos queda más remedio que creerlo hijo de la mejor melancolía, padrastro de la nostalgia volvedora y pertinaz.
Pero estoy aquí.
¿Cómo se balancearán, hoy, esos árboles bajo este viento un poco suave, un poco incierto, un poco –pero sólo un poco- indócil, para el gusto cuasi clásico que nosotros esgrimimos.
Porque por estos lares la lluvia sigue siendo esperada, pero el día avanza –gris, metálico, absurdo y no repitió su música, solo dejó las calles húmedas, los papeles de la calle empapados como las hojas de los árboles y –quiero creer- la orilla barrosa de este inmenso río que acompaña a la ciudad por las curvas casi sensuales de la costa, la abraza con fuerza bajo los muelles y sigue como una boa gigantesca, amarronada y lábil, bajando con una lentitud que no arrastra camalotes porque no hay creciente y tampoco vuelan muchos pájaros salvo esa gaviota solitaria que persigue a ese velero.
Desde la ventana de mi escritorio solo veo el gris de los edificios que me rodean, bajo este gris plomizo que se aposenta sobre la ciudad desde hace días, y sólo puedo inferir el estado de la ciudad entera desde aquí.
Inferir, que es casi como imaginar. Por ejemplo de qué color habrá pintado la lluvia tanto edificio siniestro o como estarán remozadas las arboledas del Parque Independencia o las tipas o los jacarandáes de la Costanera como bullirán con hojitas de los sauces nuevos de las barrancas del parque Urquiza.
Cuando uno no sale por comodidad, o no quiere salir por algún motivo cualquiera de su guarida sólo debe atenerse a lo conjetural, incluso debe apelar a la imaginación más frondosa, más fluyente, más rica, para poder sostener un poco esta constancia pertinaz por mirar un paisaje y poder poner en palabras los colores cambiantes con que la lluvia viste todo cuando toca –y acá habría que apuntar “moja”, más exacto- y nunca deja igual, Casi diría que lo deja mejor, porque en principio, limpia, y por seguir, pinta de colores nuevos y hasta podríamos decir –sin temor a equivocarnos- que rejuvenece. Pero para poder comparar –sólo en la mente, claro- este paisaje urbano y aún contrarrestarse con el otro, el del Pueblo, es un espacio inmenso que la imaginación deberá cubrir porque en realidad no son –nunca pueden ser- contrastables, porque entre uno y otro median más de cien kilómetros, y tienen en mí una muy distinta apreciación.
Podemos aducir que el pincel puede –con razón- ser sospechado de subjetivo, pero la ciencia nunca fue mi fuerte así que habrá que amolar con lo que se puede, porque como dicen los jóvenes de hoy: “es lo que hay”.
De todos modos, una buena lluvia viene siempre bien, por esa virtud que tiene la lluvia, la de ser dadora de vida, la de ser aquella que proporciona siempre renovadas esperanzas: si en el campo para que las cosechas reactiven su ciclo, y si es en la ciudad para que lave un poco el sucio hollín que invasivo avanza sobre los techos, que impiadoso ensucia las hojitas tristes de todos los árboles.
Porque nada es más triste que un árbol con las hojas sucias y los troncos resecos o sus ramas que están viajando hacia su propio fin.
Quiero decir con todo esto que si bien el sol es fuente espléndida de vida, no menos lo es la lluvia, que suele ser mucho más poética, y que nos gusta siempre verla caer a través de los cristales empañados, con un buen libro en la mano, tal vez un mate, si cuadra, pero inútil que exista si no viene con su tropel de sueños altos, sueño de otra época, las mismas que entran apenas uno la abre la puerta del recuerdo.
Tan a mano uno tiene esta ciudad querida que sólo la lluvia puede acercarla más a nuestro corazón, más que contento cuando las nubes vienen arreadas por un viento que suele provocar la fuga por ese cielo de pizarra húmeda, casi el mismo que nos supo entristecer la infancia lejana y sin remedio.
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