EL HOMBRE QUE MATÓ SUS RECURSOS
Cuento del libro “Adiós Celina. Adiós” Escritor: Carlos Levy, Mendoza, Argentina
Cuando descubrió que el origen de sus tormentos eran sus propios recuerdos, decidió sencillamente des¬prenderse de ellos.
Como emborracharse lo ponía sentimental y lo llenaba de nostalgia dejó de beber. Desde ese día se encerró en la sole¬dad de su pieza. En los mapas que la humedad dibuja en las paredes, uno a uno los iría buscando y los mataría. Seis días se fijó como plazo para finalizar su obra. El séptimo -pensó irónicamente- descansaría libre de sus sometimientos.
Ordenadamente comenzó el memoricidio ese mismo do¬mingo, hizo presa las remembranzas, que a pesar del tiempo, sobrevivían de la niñez: asesinó aquel mitológico barrilete blanco, que empujado por la envidia de un traidor viento de agosto, se destrozara contra los cables del teléfono; la hasta ahora nunca olvidada escarlatina que grave lo condenara a dos meses de cárcel prisionero de una cama insoportable. Los inviernos duros de su pobreza. De un plumazo y sin el menor atisbo de remordimiento, con la inusitada pericia de un cirujano experto, extirpó los días del jardín de infantes y la primaria. Lógicamente sucumbieron en la matanza de es¬ta primera noche las siestas felices del verano, definitiva¬mente el resabio de la risa con que celebraba el asombro. Por supuesto, algunas canciones que ya en aquel entonces eran memoria, cumpliendo con aquella sentencia inevitable que en toda guerra siempre hay justos que pagan por pecadores. Esa noche durmió un poco mejor que de costumbre y no tu¬vo en sus pesadillas esos miedos de niño.
En el segundo viaje, casi al alba del martes, encontró los recuerdos entre los once y catorce años. Cuando lentamente ocurriera aquello de convertirse en hombre, esa revolución, esa promesa incumplida de darle a su nombre y apellido un destino de aventura, y que a juzgar por lo que ahora era, ha bía fracasado, quedándole escasamente la melancolía. Por la importancia de este suceso es que tuvo una planificación es¬pecial. Por excepción salió de su encierro y con la primera trotacalles que encontró sin ningún tipo de fantasías se des¬pidió tan formal como groseramente de la sexualidad. Desde ese momento no supo ya si había sido un hombre o una mu¬jer, y tal vez por eso esa noche durmió mejor todavía.
El personaje de la tercera vuelta de matanza fue aunque agonizante la aun sobreviviente Celina, aquélla de los ojos hermosos que después de llorar sobre su hombro, una tarde partiera sin decir por qué. Quizás con un dejo de piedad pa¬ra consigo mismo y para evitarse mayores sufrimientos, es que optó simplemente por eliminar de raíz la figura femeni¬na, aunque por ello tuviese que lamentar la desaparición del fantasma dulce de su madre muerta hace diez años, y que desde entonces, ya no sabría que tiene una hermana vivien¬do en Francia.
La noche cuarta fue cuando se enfrentó con los recuerdos más odiados. Aquellos vinculados con la vida cotidiana, la lucha por la supervivencia y la opaca rutina de trabajo. Tam¬bién fue en esa oportunidad, la única vez que mató, no invo¬cando la legítima defensa, sino por el puro placer de hacer¬lo, si es que quedaba algún placer después de haber perdido la sexualidad. En el mismísimo instante en que iba asesinan¬do las boletas impagas, el saldo magro del banco, la cifra protestadamente insuficiente del sueldo, el juego de serrucho que implicaban los ascensos y la cara estúpidamente sobra-dora de su jefe inmediato, fue feliz. Supo que ya no volvería a la oficina. Como en el fragor del entusiasmo sin darse cuenta había también dado muerte a la palabra superviven¬cia, es que nunca más bebió agua ni volvió a comer.
La noche del jueves, aunque cansado, no dejó de realizar sus endonavegaciones. Descubrió una mancha que contenía varios amigos queridos y un escritor que de tanto en tanto leía; un tío como aquellos tíos de antes, los recuerdos de su padre y las correrías con su hermano adolescente. Tuvo cier¬ta duda, pero demasiado tarde para echarse atrás, réquiem mediante y rindiendo los honores de la pena, también fueron sacrificados. Así es como de la mesa de luz y de la cómoda, desaparecieron diluyéndose en el aire, las fotografías que de ellos conservaba..
Al sexto día ya no quedaba casi nada que recordar. El plan se había cumplido como estaba previsto. También de las pa¬redes había desaparecido la humedad, y lo que en algún tiempo fueran los mapas. "Sólo una manchita, una pequeña mancha aún quedaba donde estaba escrito el instante preciso de su nacimiento y del cual el hombre no tenía el recuerdo.
Hay quienes dicen que en otro descuido mató también el tiempo por lo que el memoricida vivirá en la eternidad; otros, que en esa eternidad busca una mancha que tenga una puerta hacia el séptimo día.
Luis E. Aguilera
Director Nacional
Sociedad de Escritores de Chile
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