jueves, 3 de septiembre de 2009

"PERRITO" DE LUIS ALBERTO TAMAYO, CHILE, Enviado por LUIS E. AGUILERA


Cuentos clásicos de la Narrativa Chilena: "Perrito" de:Luis Alberto Tamayo


"PERRITO"
Por: Luis Alberto Tamayo

Vamos, perrito, a tomarse la leche que le hizo el papito. Así le decía el Chueco Rebolledo a ese perro gordo como globo de cumpleaños que tenía un lunar negro como nube de invierno en mitad de la barriga y que a cada rato la volvía al cielo en busca del sol que rara vez se deja ver allá en el extremo sur del país.

Las tardes las pasaba con la vista en las cartas jugando una manito de truco con el resto de sus compañeros. Todos eran conscriptos viejos, ya habían pasado el primer año de servicio militar obligatorio. —"Aquí en tres meses uno aprende todo lo que tiene que aprender, decía, después es puro tirárselas" .

Al Chueco le hubiese gustado entrar a la Escuela de Suboficiales de Aviación, pero apenas completó la primaria. De ahí se fue derecho al taller de mecánica y desabollado de automóviles del viejo Maturana. Siempre sucio, siempre metido en ese overol lleno de grasa y pintura. El pelo tieso como una costra y los dedos con peladuras, machucones y oliendo a una mezcla de bencina, aceite, pintura y kerosene.

Así pasó mucho tiempo; la familia de algún modo comía. Algo de dinero reunían entre él y sus padres, más los dos hermanos chicos que ya se las rebuscaban como buenos pobres. Un día el Chueco se puso lento para contestar las tallas, lo estaba aburriendo la rutina, quería otra cosa para su vida, pero por más que le buscaba no atinaba a dar con una salida. En las tardes siempre pensaba en cómo escapar de esa red que lo había atrapado. Lento se fumaba un cigarrillo de esos baratos, que sacaba de la cajetilla abierta por el fondo para no ensuciarles el filtro con sus dedos
llenos de grasa.

Se alegró cuando vio su nombre entre los llamados al servicio militar. Pidió destino al sur, bien al sur. Quería alejarse de lo que habla sido su vida, cambiarse de mundo si fuera posible. Se lo dijo a Carmen, su novia de varios anos. —"Yo te quiero, negrita, pero el futuro es el futuro, y yo me la voy a jugar allá adentro: quiero quedarme contratado". Ella lloró, porque sabía cuántos días hay en dos años y porque no lo vio ponerse triste a la hora de la despedida. Era como si hace mucho rato la hubiese puesto en el pasado. Al oír con qué dureza pronunciaba la palabra futuro, comprendió que decididamente allí no habría lugar para ella. —¿Quieres que te escriba? —Me da lo mismo, contestó él, poniendo ese gesto de inexplicable desagrado que tantas veces habla visto en el rostro de su padre.

Viajó en tren, en avión; era maravilloso. Después el uniforme, la instrucción básica, reconocer grados y los primeros ejercicios. Superó a toda la cuadra en carrera de resistencia. Sus fuertes brazos, hechos a golpe de martillo, se hicieron respetar muy luego entre los otros conscriptos y también entre los clase. —Este Chueco es de los buenos, dijo el sargento instructor en voz lo uficientemente alta como para que todos escucharan.

No le importó ganarse más de alguna enemistad con tal de hacerse notar, de destacar como fuera. Tuvo brillante participación en la guerra simulada que vino al finalizar la primera campaña. Lejos de todo, solo, metido entre puros cerros pelados. Lo dejaron cuidando unos bultos; cajones vacíos tapados con ramas, le dijeron que era un depósito de gasolina que debía proteger del enemigo. Tres noches con su fusil alerta y nada. No había acabado su ración de guerra, pero comió pasto y raíces para probarse. La cuarta noche sintió ruido —quizá un conejo, pensó. Buscó los ojillos rojos en la oscuridad. Descubrió algo que se arrastraba a unos diez metros. Un ruido metálico y un hombre se irguió y se le fue encima con un grito tremendo, feroz. Rebolledo se llevó la culata del fusil a la cara y disparó. La bala de salva, disparada a quema-ropa se partió en mil astillas que atravesaron el pantalón y la piel del enemigo. Un fogonazo y un grito en la oscuridad, un hombre en el suelo con una pierna inutilizada.

—Usted es un tipo de agallas, dijo el instructor luego de acompañarlo al hospital a ver al herido que se recuperaba de una operación que había durado horas: horas, a carne abierta, sacándole partículas de madera de roble.

Después, la oferta de integrar el curso especial de comandos. Fue el único de toda la compañía al que se lo ofrecieron. Quería empezar de inmediato, sabía que pasando ese curso tendría que quedar de planta.

—Hay que esperar unos días, dijo el teniente, tienen que llegar unos materiales de la capital.

Al terminar la lista, antes de acostarse, el teniente lo llamó a su oficina por un asunto personal. Ahí le entregó a Perrito. —"Lo tengo de regalo para mi hija menor, afirmó con nostalgia, pero ella vendrá seguramente el mes próximo y yo no puedo ocuparme de él. Cuídelo bien, usted sí tiene tiempo. He notado que pasa el día sin hacer nada". A Rebolledo no le pareció una mala idea, era cierto que se aburría. En las tardes jugaba a las cartas con el perro en sus rodillas, las mañanas las pasaba en el gimnasio, para mantenerse en forma. Trepaba veloz por la cuerda, se alzaba en los anillos y saltaba sobre los cajones, practicaba cargas a balloneta contra los sacos llenos de paja. Sólo Perrito le miraba; era todo su público. Siempre con la mitad de la lengua colgando por entre los dientes, parecía que no le cabía entera dentro del hocico. Rebolledo no quiso ponerle nombre, eso de bautizarlo era un derecho de la que sería su dueña. El sólo le llamaba Perrito. Tenía la lengua como peluda, como un trozo de toalla, áspera, como el sabor de los cakis verdes. Las patas delanteras lucían caprichosos calcetines blancos, dos pepitas de sandía se le dibujaban sobre sus cejas cayéndoles como acentos sobre sus ojos. Era un perrito con cara de trasnochado. Eso les dijo riendo a sus compañeros, una noche que tuvo un rato de estrellas, mientras le acomodaba la caja con lana de oveja para que durmiera.

Un mes y medio de espera, casi dos. Nada que hacer, el curso especial se retrasaba, aún no llegaban los materiales. Perrito crecía, comía mejor que él: cada tarde le traían sobras desde el casino de oficiales. Las patas se le iban poniendo largas, sabía dar la mano y hacerse el muerto si le hablaban con voz golpeada. Lo cogía despacio, como si sus manos fueran una pala mecánica y lo elevaba hasta su cara, entonces le ladraba tratando de dar con el idioma de los perros. Le enterraba la nariz en su barriga blanda mientras Perrito pataleaba. Perrito gruñía, le mordía las mejillas y trataba de darle una dentellada en la esfera de los ojos. Todo era un juego. Perrito gemía en las noches de mucho frío y ese gemir continuo, siempre conseguía que le subieran al tercer piso de la litera.

Luego de tres meses, por fin el rumor de los preparativos del curso especial. Sus compañeros le miraban con envidia, pero algunos de planta guardaban silencio de bocas y miradas. Le dio pena de verdad tener que separarse de su Perrito. Se lo entregó en las manos al teniente, orgulloso de haber cumplido bien la misión encomendada. —Espero que su hija lo quiera mucho, dijo a manera de despedida. Hizo sonar los tacos y dio la media vuelta. Perrito gimió, pero él no se volvió a mirarlo, había elegido ser un hombre duro.

Pasaba las alambradas a punta y codos con el fusil bien firme. Lloviendo o nevando cortaba las alambradas. En plena noche, sin verse las manos, armaba trampas explosivas y las enterraba en ese barro extraño de tierra y nieve. Cuatro días en un foso con agua y barro, turnándose con otros dos para colgarse un rato de una saliente. Dormir en el barro y salir otra vez a los obstáculos, la lucha cuerpo a cuerpo, la orientación por las estrellas que no estaban nunca y más tarde los juegos de guerra con balas de guerra. El artillero disparando apenas unos centímetros sobre sus cabezas. La cara pintada, los dientes al aire siempre semi abierta, en un gesto de rabia y cansancio el esfuerzo y las maldiciones retenidas, lo habían convertido en una granada a punto de estallar. Tres cerros entero pasados durante la noche, nada de dormir, la cosa no era juego. No sabía cuantos eran en total los del curso, pero vio a dos que los tenían atados a un poste con un cartel que decía: "cobardes": eran los primeros que se quebraban.

Lo capturó el supuesto enemigo. Horas de tormento, sólo dio su grado y su número. Afrontó lo que vino con una decisión tomada desde hace mucho: el silencio. El no podía fallar, jamás se lo perdonaría. Colgado de los brazos con la cara moreteada, con hambre y sed aguantó horas interminables.

-¡Te vamos a matar, hijo de puta! Y él no dio la posición de sus compañeros. Sabía que debía soportar, que todo era un juego, un maldito y sangriento juego que ya duraba demasiado.

No sabía cuantos días habían transcurrido, pero le parecía que podían ser doce o quince. Le ofrecieron comida, eso fue después de pasar por un callejón oscuro. Orinaron sobre su arroz mal cocido y apelotonado. El cuerpo no importa, decía el instructor, sólo vale tu espíritu, y tu espíritu es superior. Tu cuerpo es sólo un pedazo de carne que necesita este arroz para seguir viviendo. ¡Tú eres superior a tu cuerpo! ¡Tu cuerpo no importa!.

Vio pasar la camilla con el primer muerto. —Levantó demasiado la cabeza dijo el instructor como con orgullo.

Ahora se deslizaba montaña abajo por un cordel de fibra, el miedo había quedado atrás. Nuevamente volvía a sentir orgullo por estar allí, de pasar todo eso que estaba pasando. La fiebre vino y trajo los recuerdos. Trató de espantarlos, porque los recuerdos de situaciones familiares ablandan al hombre y lo hacen vulnerable. Nada de recuerdos, había dicho el instructor, toda la cabeza debe estar en la meta inmediata... Era el tiempo del bolsón y la sala de clases.

Caminaba buscando su escuela, con miedo, otra vez con miedo, se iba desesperando. No habla nada, sólo un señuelo rojo al final del circuito. Siempre a punta y codos. La escuela se había deshecho en el aire y él tenía los pies despedazados: eso era verdad. Tosía colgado de las muñecas mientras le hacían caminar arañas por su cuerpo. De lejos escuchaba gritos. —Uno más que reventó, rió un instructor. "¡Creían que esto de ser comandos era chacota!". El instructor decía las palabras como una sentencia y una maldición.

¡Escucharon, muñecos!, el que se sienta afligido es cosa que grite y lo mandamos al regimiento a tomar chocolate caliente. Rebolledo tragó saliva como si lo que tragaba fuese odio puro, le quemó la garganta pero no abrió los ojos y siguió colgado de las muñecas.

Otra vez libre, las llagas como pulseras. Marcha con una mochila enorme, el cuerpo quiere irse a besar la tierra y no pararse más. Siente que los ojos se le cierran, pero avanza hacia el señuelo. Lo cogió primero que todos, se alegró por eso. Una vez más era el mejor.

Se dejó coger por la nueva trampa, comió charqui con ganas, sabía el truco ese de darle charqui al prisionero para luego negarle el agua.

¡Come!, le ordenaron, y lo hizo con rapidez. Le había venido un río de fuerza, fuerza nueva porque sospechaba qué todo acabaría pronto. Sintió ruido de motores. El camión con víveres vino por la noche y no se fue de madrugada, seguramente esperarían a que acabase la fiesta para llevarse parte del equipo. Pronto todo terminaría y luciría orgulloso su boina de comando, con la estrella dorada, además de su sueldo multiplicado por cinco.

Acabó su charqui y tragó instintivamente un poco de saliva desafiando a la sed que vendría. Otra vez todo dolor, la fiebre y la tos. No sabe de horas: muchas. La vista sólo descubre lo brillante, el latón del jarro vacío, los focos del jeep que hace maniobras a campo traviesa. La sed rompiéndole la garganta, la boca reventándose en costras y pellejo blanco. La lengua como cubierta de harina cruda golpeando en un paladar como lleno de aserrín.

—Ahora vas a tener agua, dijo la voz amable. Le soltaron las últimas amarras. En el suelo vio brillar su cuchillo. — ¡Ahí va tu cantimplora!.

Vio venir a Perrito, le estaba dando cabezazos en las pantorrillas y le lamía los pies heridos, le arañaba las piernas parado en dos patas como si quisiera escalarlo para llegar hasta su cara. Habla crecido Perrito, al mirarlo pudo calcular cuanto tiempo llevaba allí. Como aturdido escuchó la orden: —¡Córtale la cabeza! ¡Es sólo un perro! La segunda vez la orden fue acompañada de un golpe. Cayó y Perrito jugó a cazarle de una dentellada la esfera de los ojos y a pasarle la lengua por las mejillas.

—Ya casi te has graduado, dijo la voz sin rostro. Lo que tienes al frente, es sólo un trozo de carne y sangre, y la sangre es líquida, quita la sed.

Cogió el cuchillo y avanzó hacia la puerta de salida, una puerta que él se dibujó en su mente. Debía cruzarla, ¡ahora era el momento!, se lo había prometido, no podía fracasar.

Con la boca aún chorreando sangre avanzó tambaleando. Llevaba un trozo de corazón tibio apretado entre los dientes tal como se lo ordenaron.

Ahora Rebolledo era un hombre superior, estaba preparado. Atrás; en el suelo, quedó sólo un pedazo de carne cubierto por un pelaje blanco con manchas negras. Desde el asiento del jeep, miraba el paisaje, como sin verlo, mientras volvían al regimiento.
BIOGRAFIA.

Luis Alberto Tamayo: nació en San Fernando, Chile, en 1960. En 1982 se tituló de Profesor de Educación General Básica en la Universidad de Chile. En 1978 ganó el concurso de cuentos organizado por el Arzobispado de Santiago con motivo del XXX aniversario de la declaración universal de los derechos humanos. En 1985 fue finalista del concurso Chile-Francia. Durante cinco años integró el equipo de libretistas del programa “Los Venegas” de Televisión Nacional.En 1989 formó parte del taller Heinrich Böll que dirigió Antonio Skarmeta en el Instituto Goethe. En 1998 ganó el concurso de cuento infantil organizado por CORDAM y COPEC. En el año 2000 gana el concurso de cuentos Banco Santiago.Ha publicado: “Ya es hora” (cuentos, 1986); “Caballo Loco, campeón del mundo” (novela para niños, ganadora del premio Editorial Don Bosco, 1998); “La Goleta Virginia” (novela juvenil, 1998); “Pequeña historia de la señorita X Testimonio de una adopción.” (2001).

Nota: Texto incluido en la -Antología Joven Narrativa Chilena-, “Contando el Cuento”, de los escritores: Ramón Díaz Eterovic y Diego Muñoz Valenzuela, Editorial: Sin frontera,; Septiembre 1986

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Luis E. Aguilera

Director Nacional
Sociedad de Escritores de Chile
Presidente
Sociedad de Escritores de Chile (SECH),
Filial Región de Gabriela Mistral-Coquimbo
Fonos (56-51) 227275 (56-51) 243198
Celular 90157729
luiseaguilera.57@gmail.com
luiseaguilera02@gmail.com
www.luiseaguilera.blogspot.com
La Serena - Chile

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