jueves, 27 de agosto de 2009

Cuentos Clásicos de la Narrativa Chilena:"El hijo de Marcial" de Antonio Ostornol, envía LUIS E. AGUILERA

Cuentos clásicos de la Narrativa Chilena: "El Hijo de Marcial" de:Antonio Ostornol.


EL HIJO DE MARCIAL

Era preciso hacer habitable el ser de este hombre (.../. Era preciso hacer habitable el ser de los hijos de este hombre.
Jorge Semprún

Serían cerca de las diez de la noche cuando, del otro lado de la puerta, se escuchó el Manto de la guagua. Al momento, el timbre, un ding-dong delicadísimo, anunció la presencia de alguien.

Alicia estaba sola con sus hijos. Roberto andaba vendiendo remedios en el sur. Dudó un instante, el tiempo necesario como para que el ruido del televisor llenara el silencio y, nuevamente desde una lejanía inconmes inconmesurable, se escucharon los quejidos de la guagua. Entonces, se acercó a la puerta y miró a través del ojetillo: en el descanso de la escalera se perfilaba una figura gruesa con un bulto en los brazos
.

Preguntó muy despacio quién era y la respuesta no hizo sino acentuar su inquietud. Marcial estaba ahí, justo al otro lado de la puerta, y el tono de la voz reflejaba una instrucción perentoria: tenía que abrir, y al hacerlo, quizá por el contacto de la luz o por el suave movimiento de los brazos de Marcial, la guagua dejó de llorar: tendría algo más de un año y los ojos se le cerraban solos.

Se saludaron casi como si la visita fuera normal, un beso en la mejilla y un cariño descuidado en la cabeza, poca cosa, algo mínimo para decir que, a pesar de todo, eran buenos amigos. Y lo eran, pensó Alicia, sólo que hacía tanto tiempo que no se veían. Sin embargo, Marcial se movía con una exactitud que no indicaba ninguna emoción por el encuentro. Dejó al niño sobre el sofá, se dirigió a la ventana que daba a la calle y miró corriendo apenas las cortinas. Sólo entonces se sentó. La guagua se había dormido y Marcial respiró hondamente.

Alicia no sabía qué pensar. Miraba a Marcial y miraba a laguagua, y en su cara se formulaba una interrogación de talmagnitud, que ni siquiera se atrevía a enunciarla. No pudoresistir y, sin decir una palabra, tomó en sus brazos al niñoy se lo llevó a su dormitorio. En seguida, cruzó la cocina yen el departamento se oyeron los ruidos de las ollas alchocar, del agua que corría, de los platos dejados conviolencia sobre alguna mesa.

Cuando Alicia volvió, Marcial miraba nuevamente por la ventana. Ella se detuvo un momento a observarlo: había envejecido, no tenía el garbo de antes, la apostura soberbia. Sus facciones estaban crispadas como si lo dominara un miedo incontenible o un silencioso dejo de culpabilidad. Trató de recordar desde hacía cuánto tiempo que no se veían. No logró precisarlo: se había esforzado demasiado en olvidar. Y lo habría conseguido definitivamente, de no mediar su presencia abrupta, ahí parado en medio de la pieza, como irrumpiendo de la nada.

Marcial masticaba con marcada lentitud un trozo de carne. Mientras comía, se hicieron preguntas triviales, demasiado obvias: ¿cuántos niños tienes?, ¿cómo anda la salud?. ¿Roberto está trabajando?. Y las respuestas fueron breves, los datos precisos, las anécdotas resumidas en exceso. En general, concluyeron, todo seguía más o menos normal, excepto esta llegada, esta comida de trasnoche que aparecía extemporánea e irreal.

—La guagua, Marcial, ¿es tu hijo?

—Sí, mi único hijo.

Fueron las últimas frases en la mesa. El café fueron a tomárselo en el pequeño estar. Alicia no dejaba de mirar a Marcial con fijeza: esperaba una respuesta concreta, algún indicio más preciso. Pero Marcial no parecía dispuesto a explicar y ella no se atrevía a preguntar. Permanecieron en silencio bebiendo de las tazas a pequeños y nerviosos sorbos. De vez en cuando se decían algo. Luego, volvían a callar. Hasta que un quejido llegó de la pieza.

—Es él —dijo Alicia.
—Sí, es él.
—¿Cómo se llama?

Marcial se sonrió por primera vez desde que había llegado y con un discreto rubor contestó: "Como el poeta". Sí, Alicia también sonrió y, con una mueca traviesa le contó que su hijo mayor también se llamaba Ernesto, como el poeta, y, aunque no lo dijo, recordó eso de que al perderte yo a ti, tú y yo hemos perdido... Se levantaron para ir a ver al niño. Sobre la cama, el pequeño cuerpecito se retorcía y el sueño ahogaba sus murmullos. Apenas se veían las manos gorditas que trataban de coger algo incansable.

—Tiene sueño —dijo Alicia.

—Es hambre, no ha comido— repuso seco Marcial.

—¿Cómo?

Marcial arrugó las cejas, con una mano se apretó la cara como si quisiera hacerse daño y con los ojos buscó en la penumbra un punto indeterminado. Alicia le dio vuelta la cabeza con violencia y lo interrogó con los ojos por un momento sólo sintió la respiración contenida de Marcial, las hinchadas venas de su cuello, el sudor que lo cubría invisible. Comenzó a balbucear unas palabras, Alicia, tengo que explicarte, por favor, pero ella no lo dejó, y como impulsada por una fuerte descarga eléctrica, salió de la pieza y, durante un tiempo imposible de determinar, Marcial sólo escuchó el ruido, amplificado en la noche, de los pasos ágiles que recorrían el departamento de un lado a otro. Tomó en brazos a Ernestito y lo acunó. No se volvió a dormir. Tampoco siguió llorando: apoyó la cabecita en su hombro y a intervalos regulares emitía leves quejidos. Marcial se sentía afiebrada. Las imágenes del día se le repetían una y otra vez sin dejarlo pensar. Después que recibió la confirmación telefónica de sus sospechas, estuvo a punto de no ir a buscar a Ernestito. No podía precisar el tiempo que pasó sentado en la Fuente de Soda esperando a decidirse. ¿Cómo podría explicarle a Alicia?, ¿cómo poder partir nuevamente? Ahora le darían la leche, también lo mudarían. Luego se dormiría, era evidente: entonces, tendría que explicarlo todo.

El niño ya se había dormido y Alicia terminaba de ordenar la cocina. Desde hacía rato que no paraba de hacer una cosa y otra, como si no quisiera detenerse un momento. Marcial, sentado en un sillón, la observaba: se mantenía bien, no había engordado, su contextura seguía siendo firme. En ella no se apreciaba el paso del tiempo, a pesar de que ya bordeaba los treinta y tenía tres partos a su haber. Todavía era una mujer atractiva, aunque quizás un poco frágil. Poseía intacto, sin embargo, ese don de la ternura, que le permitía asumir con extraña calidez las situaciones más complejas y decirle ahora, sin ningún tapujo, que ella daba por sentado que se quedaría a alojar, ya que el toque, como era lógico, estaba por empezar.

Marcial asintió sonriendo. Un tibio calor lo envolvía y sus miembros estaban poseídos de un desgano absoluto. Tenía sueño. Hubiera querido cerrar los ojos, relajarse, dejarse llevar por la pesadumbre que lo embargaba. Pero Alicia no se lo permitía. Sentada frente a él, como si se tratara de la situación más normal del mundo, hablaba sin parar, casi compulsivamente, siguiendo un discurso remoto, recor­dando al viejo poeta que había hecho literatura con los indígenas y que ahora lo daba todo en esa lucha que ella no entendía, pero recordaba esas tardes en que recitaban juntos sus poemas y que tenían que verse más seguido, y hablarlo todo, Marcial, todo... La situación no podía prolongarse. Marcial lo tenía muy claro: debía explicarse bien. Se refregó los ojos y le pidió a Alicia que lo escuchara un momento. Ella se sorprendió y lo miró a la cara. En ese momento percibió mucho más nítidamente los cambios experimentados en el rostro de Marcial: había más arrugas, menos pelos, unas profundas ojeras que se marcaban bajo sus ojos. Y Marcial ya no mantenía la vista fija: continuamente la estaba desplazando.

—Tenemos que hablar de Aurora, también de mí, y de ti, quizás con cierta inquietud. A Marcial le faltó el aire, lo tomó con fuerza y lo mantuvo en suspenso, Al final, expiró con profundidad, con la profundidad de un recuerdo largo. En los ojos de Alicia habían nacido breves destellos: sí, también deberían hablar de Ernestito, pero no sólo de sus hijos que compartían fortuitamente el sueño, sino del otro Ernesto, del que les pertenecía sólo a ellos.

—Algo te pasa, Marcial— dijo Alicia precipitándose.

—¿Por qué no me lo dices de una vez?

En sus facciones había desaparecido todo optimismo. Algo grave pasaba, algo que estaba constrito en el ceño fruncido de Marcial.

—Sí, tienes razón. Necesito que me ayudes.

Encendió un cigarrillo, lanzó lentamente el humo, se concentró en las volutas: debería haber dicho que tenía un problema de vida o muerte, pero resultaba demasiado trágico, a pesar de ser cierto. La situación era inexorable. Recordó la noche anterior, cuando todavía no quería convencerse: Aurora entró como un bólido a la casa. Estaba pálida, temblaba. Estoy segura, Marcial, había balbuceado, me están siguiendo. Y se aferró a su cuerpo hasta traspasarle toda la violencia de su miedo.

—Hoy día Aurora no volvió a la casa. Me lo dijeron por teléfono.

Había llamado desde la oficina y la empleada, a medias palabras y en su curiosa sintaxis, desencadenó sin querer los términos de una historia que en este momento se le hacía soportable. Lo primero que hizo fue ir a buscar a Ernestito. Lo retiro antes de la hora, tomando todas las precauciones. Entonces comenzó a recorrer la ciudad sin tener un destino fijo. Estuvo en los parques, pensó en ir a casa de su suegra, se refugió en un café, hasta que se hizo de noche y no pudo prolongar más su determinación.

—Fue ahí que pensé en ti.

Alicia inclinó la cabeza como si todavía no entendiera o meditara una grave respuesta. Las palabras de Marcial habían vuelto a poner en el centro de su existencia una vieja definición. Ella sabía e imaginaba perfectamente la situación de Marcial. Sabía que debía ayudarlo. Pero estaba Roberto y aquella vieja historia nunca aclarada. También sabía que no podría contar con su marido. Quiso ganar tiempo, tal vez inventar una salida que intuyó Imposible.

—Por esta noche podrías quedarte. Luego, sería un problema.

Era cierto, pensó Marcial, y no puedo contestar. Sabía, sin embargo, exactamente las palabras que debería pronunciar, ni por un momento había olvidado el propósito preciso de esta visita. Pero se resistía a hablar, no se atrevía: el rostro risueño de Ernestito, de su único hijo, le nubló la vista. Una angustia nacida quizás de tiempos inmemoriales le hizo soltar las palabras como un escupo:

—Yo no quiero quedarme, sólo quiero dejarte a mi hijo.
Alicia no reaccionó. Siguió mirándolo con la misma expresión de infantil preocupación con que había escucha­do todo el relato. Pero ante la interrogación muda y angustiante de Marcial, el tiempo se le vino encima y una ciega decisión se configuró en su rostro. Roberto tendría que entender y ella debería ser capaz de explicarle. Tuvo absolutamente claro que su conciencia no resistiría el recuerdo de la imagen demacrada y convulsa de Marcial con ese llanto que no podía contener y los espasmos secos de un cuerpo dominado por fuerzas superiores a él. Se acercó y lo acarició. Sintió su cercanía y, en un gesto difícil de precisar, lo abrazó. Alicia se persignó con lentitud, marcando cada movimiento de su mano, y cerró los ojos.

Al día siguiente, temprano, Marcial se lanzó a la calle. No quiso entrar al dormitorio donde estaba su hijo. Simplemen­te, creyó percibir la respiración acompasada de sus pulmones. Alicia lo despidió en la puerta y se quedó mirándolo desde la ventana. Lo vio cruzar la calzada y, cuando iba a mitad de cuadra, un auto comenzó a desplazarse lentamente a su lado. Doblaron la esquina y, definitivamente, desaparecieron.

Antonio Ostornol.

Nació en Santiago de Chile en 1954. Es profesor de Castellano y Magíster en Literatura Hispanoamericana, Instituto de Altos Estudios para América Latina, Universidad de París, Nouvelle Sorbonne.
Obras publicadas: Los recodos del silencio (1981), El obsesivo mundo de Benjamí­n (1994), Los años de la serpiente (1991).
Actualmente es director de Estudios de Literatura de la Universidad Finis Terrae; miembro y colaborador permanente de la Corporación Letras de Chile.
Para leer y ver mas haga clik aqui:
www.luiseaguilera.blogspot.com
--
Luis E. Aguilera

Director Nacional
Sociedad de Escritores de Chile
Presidente
Sociedad de Escritores de Chile (SECH),
Filial Región de Gabriela Mistral-Coquimbo
Fonos (56-51) 227275 (56-51) 243198
Celular 90157729
luiseaguilera.57@gmail.com
luiseaguilera02@gmail.com
www.luiseaguilera.blogspot.com
La Serena - Chile

No hay comentarios: