Por la vereda de enfrente me ha cruzado sin mirarme un instante. Iba con la cabeza inclinada, como ensimismada en recuerdos o vaya a saber , tal vez eran futuros. Nunca podrá cambiar el cabello, levantado en rizos salvajes y oscuros. Giré suavemente, porque aquellos gestos se interrumpen en los sueños, y a veces, podemos lograr congelarlos el tiempo que deseemos. Lo hice. Me di cuenta que ella había llorado, se mordía los labios como buscando no dejar escapar un gemido. Los hombros se contraían , protegiendo o escondiendo la timidez, la tristeza, el menosprecio. Como sabía perfectamente a qué lugar se dirigía, me adelanté, casi corrí para llegar antes y esperarla.
El frío y el viento golpeaba como un látigo sobre la piel, manteniéndome en una realidad palpada, incrédula, odiada. El banco estaba a un costado de la entrada de la Iglesia, no hubo que hacer esfuerzo para rememorarlo y materializarlo, pues me había contenido tantas veces, tantas noches como esa, que conocía cada golpe, cada marca hecha por los años y por los chicos del colegio. Por qué el cura mandó sacarlo, jamás lo sabré. Quizá le molestara que bajo la ventana de su dormitorio, las alegrías y las miserias buscaran amparo.
Apareció en la esquina, empujada por una ráfaga que la despeinó todavía más. Llevaba el cuello de la campera levantado, las manos ocultas en los bolsillos.
Se sentó y enseguida inclinó el torso, abrazándose a sí misma, mientras que por fin, el sollozo contenido se abrió paso en su garganta y estalló, sin obstáculo ya, desarmando la tensión y el crispamiento de su rostro.
Su cuerpo se movía hacia adelante y hacia atrás, meciéndose en cuna de dolor. Pasó mucho tiempo antes de que levantara la cara . Le vi los ojos enrojecidos, con esa tristeza que sólo puede ser abarcada con el abrazo, que ella no tenía. Las lágrimas corrían libres.
La calle vacía, algunos autos que pasaban , las luces del alumbrado, sólo eso, nada más, como escenario de su angustia.
Había pasado ya mucho tiempo, tal vez tres horas, cuando se puso de pie. Buscó un pañuelo y se secó las huellas húmedas de su soledad y emprendió el regreso.
Caminaba lentamente, como evaluando cada paso, cada desnivel de la vereda. Al llegar a la puerta de su casa, volvió a sacudirse en un llanto, esta vez más controlado. Yo sabía que jamás lograba despojarse de tanta amargura.
Buscó las llaves, abrió la puerta y se perdió tras ella.
Me quedé allí, escuchando , hasta que el sonido de sus pasos se fueron apagando.
Y sonreí.
Miré el cielo y lo vi tan hermoso, pleno de estrellas. Sí, hacía frío, pero mi corazón latía con un ritmo tal que al llevarme las manos a las mejillas las noté tibias.
La calle estaba silenciosa, Luna y Negra, mis perras me habían olfateado y lloraban. Busqué las llaves en la cartera, abrí y yo también entré.
Fui tocando cada planta, demorándome en sus hojas, olfateando el perfume del pino del jardín vecino, mi sauce, los bonsai de mi hijo.
No había apuro.
Al entrar al comedor, me sentí segura.
Allí estaban mis libros, desparramados. La ropa que había bajado de la soga y que quedó preparada para planchar. Mi taza de capucchino que no había lavado.
Los muchachos preparaban la cena, un amado bullicio de risas, música y televisión me esperaba.
Y mientras me sacaba la campera e intentaba acomodar el pelo que el viento había descontrolado, me uní a ellos.
Esa noche, recordé con cariño a la muchacha que ocupara antes esa misma cama
La estreché con toda la ternura de la que fui capaz, le besé la frente, y la dejé ir.
Ella y yo, al fin una, sólo que la de hoy, ha enterrado en el pasado todas las mezquindades de las que fuera objeto, mira con esperanza el futuro y sonríe, ah sí, sonríe, por todas las sonrisas que antes no fueron, por todos los sueños que antes no había, por toda esa preciosa libertad de optar, de elegir y equivocarme, pero elegir.
No la olvido porque soy yo misma. Pero otra.
María Magdalena AlmarazEl frío y el viento golpeaba como un látigo sobre la piel, manteniéndome en una realidad palpada, incrédula, odiada. El banco estaba a un costado de la entrada de la Iglesia, no hubo que hacer esfuerzo para rememorarlo y materializarlo, pues me había contenido tantas veces, tantas noches como esa, que conocía cada golpe, cada marca hecha por los años y por los chicos del colegio. Por qué el cura mandó sacarlo, jamás lo sabré. Quizá le molestara que bajo la ventana de su dormitorio, las alegrías y las miserias buscaran amparo.
Apareció en la esquina, empujada por una ráfaga que la despeinó todavía más. Llevaba el cuello de la campera levantado, las manos ocultas en los bolsillos.
Se sentó y enseguida inclinó el torso, abrazándose a sí misma, mientras que por fin, el sollozo contenido se abrió paso en su garganta y estalló, sin obstáculo ya, desarmando la tensión y el crispamiento de su rostro.
Su cuerpo se movía hacia adelante y hacia atrás, meciéndose en cuna de dolor. Pasó mucho tiempo antes de que levantara la cara . Le vi los ojos enrojecidos, con esa tristeza que sólo puede ser abarcada con el abrazo, que ella no tenía. Las lágrimas corrían libres.
La calle vacía, algunos autos que pasaban , las luces del alumbrado, sólo eso, nada más, como escenario de su angustia.
Había pasado ya mucho tiempo, tal vez tres horas, cuando se puso de pie. Buscó un pañuelo y se secó las huellas húmedas de su soledad y emprendió el regreso.
Caminaba lentamente, como evaluando cada paso, cada desnivel de la vereda. Al llegar a la puerta de su casa, volvió a sacudirse en un llanto, esta vez más controlado. Yo sabía que jamás lograba despojarse de tanta amargura.
Buscó las llaves, abrió la puerta y se perdió tras ella.
Me quedé allí, escuchando , hasta que el sonido de sus pasos se fueron apagando.
Y sonreí.
Miré el cielo y lo vi tan hermoso, pleno de estrellas. Sí, hacía frío, pero mi corazón latía con un ritmo tal que al llevarme las manos a las mejillas las noté tibias.
La calle estaba silenciosa, Luna y Negra, mis perras me habían olfateado y lloraban. Busqué las llaves en la cartera, abrí y yo también entré.
Fui tocando cada planta, demorándome en sus hojas, olfateando el perfume del pino del jardín vecino, mi sauce, los bonsai de mi hijo.
No había apuro.
Al entrar al comedor, me sentí segura.
Allí estaban mis libros, desparramados. La ropa que había bajado de la soga y que quedó preparada para planchar. Mi taza de capucchino que no había lavado.
Los muchachos preparaban la cena, un amado bullicio de risas, música y televisión me esperaba.
Y mientras me sacaba la campera e intentaba acomodar el pelo que el viento había descontrolado, me uní a ellos.
Esa noche, recordé con cariño a la muchacha que ocupara antes esa misma cama
La estreché con toda la ternura de la que fui capaz, le besé la frente, y la dejé ir.
Ella y yo, al fin una, sólo que la de hoy, ha enterrado en el pasado todas las mezquindades de las que fuera objeto, mira con esperanza el futuro y sonríe, ah sí, sonríe, por todas las sonrisas que antes no fueron, por todos los sueños que antes no había, por toda esa preciosa libertad de optar, de elegir y equivocarme, pero elegir.
No la olvido porque soy yo misma. Pero otra.
14/08/09
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