Duendes transparentes
Por Luis E. Aguilera
«La fantasía y la imaginación fueron
parte de cada uno de nosotros por
un instante. Hoy pienso en el reflejo
vivo que todos fuimos alguna vez.»
A mi hijo, Luis Eduardo Felipe Aguilera
Ninoska y Katiuska, tenían todo preparado para iniciar nuestras vacaciones de invierno en casa de nuestros abuelitos. Año que jamás olvidaría. Había sido demasiado frío y lluvioso, hechos distantes e inusuales en nuestra región. La casa quedaba al interior del Valle de Elqui, a unos ciento once kilómetros de La Serena y mil doscientos metros de altura sobre el nivel del mar.
Huanta, que en idioma Quechua significa: "En lo Alto", tiene calles angostas y son todas de tierra, callejones que se construyen con adobes o pircas (piedra y barro). Los árboles: limones, nísperos, membrillos, granados, higueras y paltos, van haciendo túneles por donde uno logra pasar.
En sus alrededores, la Quebrada de Huanta, Los Llanos, Paso Aguas Negras, Los Linderos, Los Tilos, Balala, Molino Llaco, Las Terneras y Juntas del Toro.
Con el transcurrir del tiempo, los habitantes habían comenzado a emigrar a diferentes ciudades, con la íntima esperanza de buscar nuevos horizontes, y ya no quedaban más de cien. Un grupo no superior a 60 casas de colores pintorescos, conforman la parte central del pueblo.
Cuando la aurora comienza a dar sus colores, la plaza, siendo la más pequeña del mundo, resulta ser la más atractiva, llena de enredaderas que desprenden brisas perfumadas de jazmín, rosas de diferentes colores, muchos cardenales y el piso alfombrado de violetas; en el centro una fuente de agua donde solíamos jugar, todo ello rodeado por bancos de maderas y cemento, dispuesto para el descanso y punto de observación de nuestros abuelitos.
La Iglesia del pueblo tiene una sola nave y en su altar se encontraba la imagen de Jesucristo crucificado en el madero. También una escuela donde acuden todos los niños a hacer sus primeros años de enseñanza primaria, contaba con un solo profesor de educación general básica, que tenía que lidiar con todos ellos.
El cementerio del pueblo, es uno de los más antiguos del Valle, ubicado en la Quebrada Seca, de dimensiones estrechas -25 metros de ancho por 40 de largo-, una puerta ancha de madera, con una aldaba de bronce y un candado antiguo que lo puede abrir quien lo necesite, sacando sencillamente de un costado la llave que cuelga de un clavo; lo rodea un muro protector de cabras, ovejas y burros que merodean por el lugar; la distancia que lo separa del pueblo, no es más allá de un kilómetro, llegando a él por un camino sinuoso que va por la ladera del cerro.
Todas sus cruces son de madera o fierro forjado, coronas de papel y flores de plástico, contrastando con la sequedad del paraje, uno que otro pimiento repartiendo su generosa sombra. Ahí, se encuentran enterrados los cuerpos de los tres cabreros que murieron a causa del viento helado -mayo de 1946-, Enrique Araya, Alamiro Díaz y Andrés Lagues. La sepultura más antigua es la de Liborio Galleguillos, antepasado de mi abuelita que falleció en 1911, a la edad de 64 años.
Noches inundadas por la oscuridad -debido a lo escaso de la luz pública existente- nos acompañan, las estrellas y la luna que están al alcance de la mano; en tiempo de luna llena, ésta se asemeja a un inmenso queso de cabra, develando claramente las imágenes de San José y la Virgen María que va en ancas del burro, llevando en sus brazos al niño Jesús. Esto lo hizo saber mi abuelita, que por las noches siempre nos contaba cuentos e historias.
Una noche relató que "en las higueras que se encontraban a la orilla del canal al fondo del huerto, habitaban los espíritus del hogar. En ese lugar vivían seres de todas formas y tamaños... que en algún lugar de no se sabe dónde, existía un mundo lleno de ellos, increíbles, pocas veces vistos en la tierra, de vez en cuando entraban en nuestro mundo para hacernos jugarretas a los habitantes de la realidad. Gracias a estos duendes llenos de magias y encantos, nuestras vidas tomaban nuevos sentidos... lo real y fantástico se unían para hacernos aliados de un sortilegio maravilloso que no tenía principio ni fin..."
Los habitantes del pueblo creían que los duendes ayudaban a madurar el trigo y la alfalfa en Vallecillo, que todo lo verde creciera y que, además, eran los encargados de pintar los árboles de distintos colores a la llegada del otoño.
Aseguraban que si los duendes mágicos se enfadaban, las flores se morían, las cosechas se dañaban, por lo tanto hacían lo que fuese necesario para complacerlos y hacerse amigos de ellos.
Las primeras flores, frutas y las nacientes espigas de trigos eran colocadas como regalo, sobre una piedra plana que existía a la entrada de la Quebrada; antes de comer, mi abuelita siempre les dejaba en un pocillo de greda, gotas de leche y un trozo de queso, en el horno de barro donde hacía pan amasado, para que estos no tuvieran hambre ni sed.
El río Turbio baja desde la cordillera, recorriendo roqueríos, quebradas, siguiendo su camino trazado por largos años, Juntas del Toro, Linderos, Huanta, Varillar, Chapilca y Rivadavia; ahí se junta con el río Claro que pasa por Horcón, Pisco Elqui, Monte Grande, Paihuano y Tres Cruces, conformando lo que hasta nuestros días es el río Elqui, que finalmente se funde en el mar de La Serena, donde termina el Valle.
Por las noches produce sonidos musicales entre piedras y ramas de los árboles, como si fuera un gran coro de grillos. Muy temprano nos íbamos a jugar al único puente de madera existente, hacíamos barquitos de papel que se los llevaba la corriente y como única carga, nuestras ilusiones y esperanzas.
Lo extraordinario que resultaban siempre estas vacaciones, no terminarían ahí. Recuerdo muy bien aquel viernes cuando mi madre nos mandó a comprar un paquete de velas para alumbrarnos de noche.
Don Rigo, un viejito que a pesar de los años mantenía su pelo negro, crespo, evidenciando que los años no pasaban por él, como si hubiese hecho un pacto de juventud con el "Matoco", salía a nuestro encuentro, alegre, reflexivo y amable, de un porte respetable que inspiraba cierta timidez, y nos regalaba siempre un puñado de nueces, pasas o algunas tortas de higos. Por tal motivo, aquella tarde de viernes a "la hora de la oración", según decía mi abuelita, fuimos solícitos en busca de nuestro encargo a su almacén.
Mis hermanitas y yo, tomados de las manos comenzamos a bajar por los estrechos y angostos callejones, inventando toda clases de piruetas y acrobacias necesarias para lograr nuestro anhelado objetivo; "el paquete de velas".
A mitad del trayecto una luz se apareció, les dije que nos escondiéramos detrás de unas piedras grandes que se encontraban a un costado del camino; la luz se asemejaba a una estrellita de navidad, que desprendía colores rojos, azules, verdes y anaranjados, brillantes y cautivadores que finalmente nos alcanzó.
De un instante a otro, lo cual hoy en día no podría definir con exactitud, la luz se apagó, se fue extinguiendo pausadamente y desde el mismísimo lugar aparecieron dos "Duendes Transparentes".
Estos eran minúsculos, de un color blanco cordillerano, rápidos en sus movimientos, ojos alegres, brillantes, de orejas puntiagudas, sus manos tenues, pequeñitas y de risas contagiosas. Su personalidad totalmente impredecible. De momento eran tímidos, discretos, silenciosos para que nadie pudiera notar su presencia, otras veces traviesos, ruidosos, sumamente inquietos, siempre y cuando no estuvieran enojados.
Les gustaba usar las cosas de los humanos para hacerles bromas, solían ser amables, serviciales; Pero también, había instantes en los cuales podían resultar bastantes maliciosos. Les encantaba danzar en verano bajo la luz de la luna, en invierno bailar junto a las casas y jugar con los grillos mientras la gente dormía. Lo que más nos llamó la atención fueron sus figuras transparentes.
Amistosamente comenzaron a acercarse, no nos inspiraban temor, se divertían con las flores, persiguiendo mariposas y sacando a los gusanos de la tierra. Jugamos saltando de un lugar a otro hasta que quedamos al borde del desmayo, cansados, agotados, de igual forma cantamos y reímos. Pasaron los minutos...
Transcurridas varias horas, nos sentamos en el suelo, como si fuéramos grandes amigos, ellos comentaron que venían de un lugar muy hermoso, donde se respetaban todos los derechos de los niños, independientemente de la raza, color, sexo, idioma y religión.
Ahí, se tomaban las medidas apropiadas para garantizar que los niños se vieran protegidos contra toda forma de discriminación. Reconocían que todos tenían derechos intrínsecos a la vida; Ponían el máximo empeño en garantizar a los habitantes que no fueran objeto de injerencias arbitrarias e ilegales en sus vidas privadas.
Su país luchaba y adoptaba las medidas contra los traslados ilícitos de niños al extranjero; tenían derecho a formarse un juicio propio y a expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectaran a cada niño; se daba la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de todo tipo, sin consideración de fronteras, ya sea de forma artística, oral, escrito o por cualquier otra forma elegida. Se cuidaba a los niños contra abuso físico, mental y tratos negligentes.
Otra de las reglas implantadas era la educación gratuita, donde se fomentaba el desarrollo, en distintas áreas. Su lenguaje era un canto y se comunicaban cantando, velaban por la disciplina escolar, inculcaban el trato respetable a sus padres. Preparaban a los niños para asumir responsabilidades en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz y tolerancias entre los pueblos.
Reconocían el derecho del niño a estar protegido contra la explotación económica y el desempeño de cualquier trabajo que pudiere ser peligroso.
No se conocía ningún tipo de enfermedad, pestes, virus. Cuidaban la naturaleza, sus casas eran confortables y acogedoras...
Los abuelitos se dedicaban a contar cuentos, leyendas y experiencias de cada uno de ellos en todas las plazas que existían.
Finalmente, nos contaron que a ellos jamás les faltaban los alimentos, sus padres y la comunidad entera eran cariñosos, solidarios, querían a todos los niños y ancianos, no existía maldad, envidia o la muerte, que la hermandad era una práctica diaria, ninguno lloraba, mendigos no existían en las calles y menos que durmiesen personas a la intemperie, todos eran iguales, sin habitantes superiores o inferiores. Estos eran los principios básicos que regían en el idílico país de los "Duendes Transparentes".
Nos regalaron una flor que desprendía un color apacible. El cansancio hizo presa de nosotros, mis hermanitas apoyaron sus cabezas en cada uno de mis hombros y nos quedamos profundamente dormidos a un costado del callejón...
Abrazos, apretados y calurosos dormíamos, cuando unas suaves caricias en las mejillas nos despertaron, eran mamá y los abuelitos que habían salido en nuestra búsqueda, preocupados por la tardanza.
Contentos por ubicarnos sin problemas, caminamos juntos de regreso a casa, con las flores en las manos y el recuerdo en nuestra mente, mirándonos en actitud de complicidad, guardando el secreto de los "Duendes Transparentes", que nos miraban y hacían señas con sus manitos desde lejos.
Publié par Azul@rte à l'adresse 20:29
Libellés : Chile
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Luis E. Aguilera
Director Nacional
Sociedad de Escritores de Chile
Presidente
Sociedad de Escritores de Chile (SECH),
Filial Región de Gabriela Mistral-Coquimbo
Fonos (56-51) 227275 (56-51) 243198
Celular 90157729
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La Serena - Chile
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