sábado, 27 de diciembre de 2008

RICARDO DUCOING, CAPÍTULO 2, LA ROÑALDA

ADIOS, ME VOY CON

Mi corazón se sentía agradecido por todas las bondades de los chamacos, alguno me traía un puño de alimento; otros algunas sobras, el que no, sólo me acariciaba la testa, total me sentía como ajonjolí de todos los moles,
Los sufrimientos siempre son más notorios que las buenas noticias, por eso me identificaban con ellos, más que las alegrías, no obstante, que de éstas había muchas entre los chamacos en esa edad abundaban, siempre estaban pendientes de las próximas vacacio-nes, las fiestas del sábado, los bailes de bienvenida, el de halloween, el de las candidatas a reina de la escuela, se promovían un sinfín de diversiones que se compagi-naban con los estudios y los deportes.
Entre todos había un chamaco que sobresalía por su sentido musical, todo el día tarareaba canciones o las silbaba o entre dientes las cantaba aparentando una gran alegría de vivir, pero había tal, yo sí sabía la verdad, era un chico con problemas de hogar, sus pa-dres estaban ausentes de su vida.
Su actuación era constante, se sentía el listo del grupo, el guapo, el despreciativo de las damas, era él, primero él, después él y luego él, ésta prepotencia lo alejaba de sus conocidos porque la verdad los mucha-chos no querían ser sus amigos porque no querían so-meterse a sus absurdos mandatos.
Cada día que pasaba cerca de mí me gritaba por mi nombre como para saludarme, ésto no hacía para llamar la atención y que los demás supieran que él ya estaba aquí.
Un viernes lo vi llegar sombrío, callado, cabiz-bajo no era él, era otra cosa que caminaba, algo grande lo agobiaba, era un ente diferente, ese viernes no me llamó, no obstante me di cuenta de su presencia y me le acerque de manera impulsiva tratando de espantarle la sombra negra que le acompañaba, me fue imposible alejarla por más que le gruñí y le ladraba, la sombra por mi, hasta ese momento desconocida, no se alejó.
— ¿Qué te pasa Roñalda? ¿Ya no me conoces? ¿Qué ya no somos amigos? Un nudo en mi perruna garganta me ahorcaba, no sabía como decirle lo que le estaba aconteciendo, movía la cola, me traté de meter entre la sombra y él, nunca lo logré, la sombra era in-tangible aunque yo sabía que era mortal.
El muchacho terminó sus clases y entre todos los demás se me escabulló, no supe a que horas se fue, cómo me dolía ser animal y no poder comunicarme con los humanos y decirles lo que iba a acontecer durante ese fin de semana.
El siguiente lunes, ocho de la mañana, la noti-cia de que mi amigo se había muerto corrió como re-guero de pólvora, los que lo conocimos nos afligimos mucho, ya no se le vería en los pasillos entonando sus corridos y silbando sus canciones rancheras que eran las de su preferencia,
En su salón se colocó un moño negro, la direc-ción mandó una corona a su sepelio, los chamacos que quisieron asistir a una Misa fueron connotadas sus fal-tas a las clases, en fin la tristeza reinaba entre sus com-pañeros y yo.

* * *

Hoy es martes, el sol salió espléndido, señalaba que la vida sigue para los que quedamos, y los que se fueron, esos están en otra, los comentarios obligados fueron entre los compañeros que asistieron ayer a su funeral y los que no solamente escuchaban los relatos.
— ¡Pobre Alberto, ya se veía venir un desenla-ce así! Comentó uno.
— ¡Sí, pero! No debió ser tan drástico. Declaró otro que retorcía la cara con signo de desaprobación.
— ¡Pobres padres! Que forma de morir tan fea de su hijo, lo que han de estar sufriendo.
—Bueno tu dirás lo que quieras, pero hasta ahorita la forma de morir de cualquiera no se me hace nada graciosa ni bonita.
Y así siguieron los comentarios entre los que formaban un amplio corrillo.
Todo era fatal, hasta que uno de los muchachos le preguntó su opinión a una de las compañeras. Esta muy mesurada y atinada le respondió:
— Alberto andaba mal, pero no de ayer, ni de anteayer, ni la semana pasada, él traía un resentimiento casi prenatal, los padres lo formaron para ésto, éste fue el final que ellos obligaron a hacer, a él siempre lo cul-paban de todo lo que les acontecía.
— ¡Hay sí tú! Ahora nos sales que lo conociste perfectamente nadamás porque algunas veces saliste con él, dijo otra amiga.
— Pues aunque no lo creas, sólo fue una y esa vez, Alberto me platicó que era un hijo de tantos un no deseado, que sus padres lo encargaron sin estar casados y lo culparon siempre que por su causa se habían teni-do que matrimoniar aún sin amor, que los padres de ambos muchachos los casaron por evitar “el que dirán.”
Al principio del matrimonio se divirtieron de lo lindo pero ya protegiéndose del embarazo y cuando terminó el deseo y se dieron cuenta que eran incompa-tibles, comenzó un infierno entre ellos y lógicamente Alberto era el pan de la discordia, la madre lo acusaba de hijo no deseado y el padre de él, de ser producto de su infelicidad, pero tal parece que ellos jugaban entre sí, ese era el tipo amor que se profesaban como pareja, pues ya tenían dieciocho años de casados y se gozaban reclamándose y haciéndose la vida imposible, el uno contra la otra y los dos contra Alberto.
— ¡Mira tú! Yo jamás me imaginé que ese Beto sufriera tanto.
— Así es, por eso siempre lo veías cantando, siempre tenía que ser el centro de atracción y es que la soledad no le dejaba, él encontraba su refugio en su música.
— Sí, pero lo que este cuate cantaba y escucha-ba era horrible.
— Eso dices tú pero ese era su tipo de canciones que Alberto le gustaba.
— ¿Y a todo esto cómo fue que sucedió el ac-cidente? ¿Cómo se le disparó el arma?
— No hubo tal accidente, él se disparó ponién-dose la escopeta en la boca, además, los que se acci-dentan no dejan cartas de despedida.
— ¡No la friegues! ¿De veras fue suicidó?
— ¿Pues tú cómo le llamas a ésto?
— Híjole, la verdad se me erizan los pelos del lomo al pensar que motivos tan grandes tendría éste muchacho para sacar el valor de quitarse la vida.
— Ha de haber estado drogado. Comentó otro.
— Nada de eso, Alberto ni siquiera fumaba, se-gún la policía dice que ya traía en su cartera el recado escrito desde meses pues ahí lo encontraron era similar al que escribió al final, ambos decían lo mismo.
— Vieran que mal me siento, comentó otro amigo. ¿Y que decía el mentado mensaje?
— No me la van a creer, decía; Adiós papá, adiós mamá, espero que ahora que ya no esté yo entre ustedes sean felices, me voy con Chalíno para que me cante “las nieves de enero”.
— ¿Qué cosa dices?
—Lo que escucharon, ese compositor de corri-dos para los narcos fue su ídolo.
El timbre sonó, los grupos caminaron hacia sus salones, los muchachos siguieron adelante y el mundo nunca dejó de girar.
Alberto quedó en calidad de recuerdo; para al-gunos, grato, para otro intrascendente.
Yo me retiré triste ya no vería a mi amigo, metí mi rabo entre las patas y me alejé buscando el sol para echarme y seguir pensando en la vida desperdiciada del pobre muchacho.

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