miércoles, 26 de noviembre de 2008

RICARDO DUCOING LÓPEZ, SAN LUIS DE LA PAZ, GUANAJATO, MÉXICO, PRIMERA ENTREGA DE SU LIBRO "LA ROÑALDA"

Gracias por tomarme en cuenta, por este motivo voy a comenzar a narrar mi libro LA ROñALDA y si me lo permiten les mandaré un capitulo semanario, este es el primer capitulo que sirve como introducción.
Ricardo Ducoing López.El Escribidor.


¡Dios Mío!
¿Porqué Los Perros No Hablamos?


Mi madre era muy hermosa, no recuerdo sus facciones pero si el olor de su piel y como me juntaba contra su cuerpo y cariñosamente me daba de comer.
Nací en época de frío, a mediados de Enero. Mi madre habitaba en una casa de lujo que estaba cerca de la playa, donde el mar de corrientes polares pasa frente a la playa de la ciudad de Tijuana.
Ella siempre fue muy consentida y protegida por sus amos que la alimentaban muy bien pues querían obtener una buena ganancia con la unión marital perruna que les proporcionase jugosos ingresos para desquitar su estancia en esa casa.
Nunca pensé cuál sería mi destino, yo lo hacía seguro, pues sólo que el mar cambiara su ruta a mí me quitarían de mi madre, pero no fue así ya que apenas había abierto los ojos apresuraron el destete de mí y de mis hermanos.
¡Sí!. Soy hija de una perra de raza pastor alemán y de un perro de raza “Streeter” es decir, callejero sin oficio ni beneficio, que audazmente se brincó la barda y preñó a mi madre engendrándole media docena de cachorros en total.
La fuerza de mí padre y la buena alimentación de mi madre me fueron heredadas, ya que tres de mis hermanitos perritos se murieron de frío y una perrita la más bonita rápidamente se la llevaron, quedamos dos.
Mi hermana era una traviesa y jugando se salió a la calle donde murió atropellada por un auto, mi madre aulló de dolor pues cada que le moría uno de sus hijos los movía con la nariz y les gruñía con amor incitándolos a vivir, la desesperación al ver a su pedacito de piel destrozada hicieron que se olvidara un poco de mí.
Esa tarde llegaron los amos, se enteraron del suceso, como sí yo hubiese sido la culpable del daño se molestaron contra mí, fue entonces cuando me di cuenta que yo era un animal feo, que era pinta de tres colores opacos y mi piel estaba cubierta por unos pelos que me brotaban como yerbas.
— ¡Ya basta de estar manteniendo este animal! Hay que echarlo a la calle a ver si alguien se lo lleva. El instinto me señalaba que estaban hablando de mí pero no entendí cuál era la decisión, así es que les hacía caramuelas, les brincaba y ladraba con el ánimo de congraciarme con mis amos.
Me miraron. El dueño me acarició la cabeza con su mano yo sentí que lo amé, su calor me era extraño pero sentía bonito de que respondieran a mis llamados de amor, le manifestaba mi cariño guardado en mi corazón moviendo mi rabito, me tomó entre sus manos me alzó, él me puso a la altura de sus ojos mismos que entrecerró y con todo el desprecio del mundo me dijo:
— ¡Eres fea! Estas horrible y para colmo aquí naciste y sin esperármelo me dio un fuerte soplido en mi cara; me sorprendió, por ésto me oriné mojándole la mano.
— ¡Perra cochina! ¡Mira nadamás lo que me hiciste!
Gracias a la intervención de una niña no acabaron mis incipientes días de vida estrellada contra una pared o contra el piso.
— ¡Esta perra se larga! Se larga ahorita mismo, sin cenar me echó a la calle cerrándome las puertas de su casa.
Deambulé por la banqueta largo rato, me costaba trabajo subir el peralte de la misma y cada vez que quería bajarlo me caía de frente, golpeándome el hocico o el cuerpo y a veces ambos.
El frío está casado con el hambre y ambos habían fincado su morada en mí, no había forma de llenar ese hueco que sentía en el estómago, entonces me puse a aullar, no sé de dónde saque fuerzas para hacerlo ni sé como lo aprendí.
El reclamo me fue contestado por mi madre que hábilmente se escapó de donde la tenían encerrada; con sus patas me abrió un hueco por el cual entré a cenar y a dormir con ella. Ella me lamía la piel de mi cara después de beber su lechita calientita, quitándome la leche que me quedó en la comisura de mi boquita, me cantó una canción de cuna perruna y esa noche fue de completo amor maternal, dormí en su regazo caliente librándome de los rigores del frío.
Era muy temprano cuando los gritos de un hombre me despertaron, estaba furioso contra mi madre por lo acontecido, sin miramientos la regañó y la volvió a encerrar y a mí me sentenció.
— ¡De esta no te salvas chiquitita!
El miedo y el temor se apoderaron de mí, era la segunda vez que llegaban en tan corto tiempo y por circunstancias ajenas fueron mis compañeros durante mucho tiempo en mi perruna vida.
Pasó un rato cuando me llamaron con chifliditos y con voz bajita, salí de mi escondite moviendo el rabito y haciendo caballitos para congraciarme con los amos, pero de nada me valieron, con fuerza me apretaron la piel, me subieron al carro; una niña no quería que me fuera y me acariciaba diciéndome con palabras y ojitos tristes.
— Eres fea, “eres chirga” pero yo te quiero.
— ¡Papá! Deja que me quede con ella. ¿Sí? Ándale papacito. ¡Sé buenito! Deja que se quede en la casa ¡Sí! Anadle.
— M’ijita, no podemos tener esa perrita en la casa, mira, ya se la tengo ofrecida al Dr. Cerralvo, él la va a tratar muy bien y podrás ir a verla cuando quieras.
Esta promesa aparentemente tranquilizó a la niña, nos miramos y ambas sabíamos que el padre mentía.
La niña llegó a su escuela y se bajó del carro despidiéndose de mí.
–Adiós perrita que tengas buena suerte, cuídate mucho donde quiera que estés.
— Apúrate niña que vas a llegar tarde, ya déjate de sentimentalismos, le dijo su papá. La chiquilla corrió cargando sus útiles.
— Ahora sí ya estamos solos, ya no tienes a nadie quien te defienda de este monstruo; me has traído muchas dificultades y ¿sabes? Te vas a ir a la fregada, qué Doctor Cerralvo ni que nada, al cerro. Paró el carro, se bajó me tomó con sus manos, luego con la derecha tomó vuelo y me aventó.
Salí por el aire en un giro parabólico, no supe que hacer, era una sensación nueva y no sabía como controlarla, abrí mis patitas tratando de pararme en el aire pero no pude, otro sentimiento me atacó por segunda vez, la muerte, al recordar a mi hermanita apachurrada; así voy a acabar, pensé, quizás ese era la forma de vivir y el corto lapso de vida para los perros que no somos de raza pura.
Estos pensamientos duraron un instante, cuando sentí que mis patitas se hundieron, afortunadamente, en un plástico; fui lanzada a un basurero y las bolsas salvaron mi vida tanto del golpe como del hambre.
Ese día conocí a muchos compañeros de mi raza que llegaban a proveerse de alimento. Me enseñé a romper las bolsas, a husmear hasta encontrar el preciado alimento.
Aprendí a ser amable con los perros vagos y feroces que llegaban a imponer su ley, primero teníamos que olernos todos la cola para saber que somos de la misma raza, luego rasguñar el piso y después marcar las áreas de visita con apestosos orines para saber que tipo de sexo tienes.
Ese día el menú era desconocido para mí. Una perra flaca que le colgaban las tetas se me acercó, pensé que sería fácil comer de ella y me le arrimé dispuesta a saborear un sorbo de leche caliente. La perra no me olió, furiosamente se me abalanzó, me puso dos fuertes mordidas, luego me aventó y se me montó encima gruñéndome y enseñándome sus fuertes y macizos colmillos amenazaba con destrozarme, yo me sometí a mi suerte, pero afortunadamente hasta ahí llegó su ataque, se alejó dejándome lastimada y lloriqueando por el dolor que me produjeron sus mordidas.
Ese día fue de aprendizaje, supe que la vida de perro es una vida difícil y de las perras más, que los sentimientos son importantes pero hay elementos por los cuáles uno tiene que pelear, tales como comer, un lugar en dónde dormir, beber agua y cuidar su territorio ya no era una perrita bebe, era una perrilla que necesitaba sobrevivir, era una perra callejera.
Consciente de esta situación fui creciendo y gracias a la salud y fortaleza de mis padres, misma que me heredaron, sobreviví entre los botes de basura, bebebía agua de los charcos, aprendí a andar por las calles y cuidarme de los carros que driblaba para no ser atropellada, sentía que los seres que los manejaban me los arrojaban encima y yo corría para liberarme de ésta amenaza, al parecer, ésto les divertía mucho a esos humanos, el verme temerosa y hambrienta. Las mordidas de mis congéneres me las curaba con saliva, aprendí que sólo con mirar de lleno a las personas puedo distinguir que hay gente buena y mala.
En mi vagancia o más bien en la búsqueda cotidiana de mi sobre vivencia llegué a un lugar en donde reparan autos, le caí bien a los mecánicos del taller, me daban algo de comer cuando pasaba a visitarlos y si quería me podía quedar a dormir entre los otros canes que me gruñían, pero ésto era un saludo de bienvenida.
Poco después me hice de otros amigos, los empleados de un restaurante que botaban una serie de desperdicios que nos servirían de alimentos a todos los canes callejeros y hambrientos, los dueños de ese lugar nos corrían y nos apedreaban porque rompíamos las bolsas y les regábamos la basura que se salía de las ellas, pero para nosotros eran banquetes cotidianos.
Me encontré con gente vieja que les parecía muy feo mi aspecto y me amenazaban gritándome amenazas, a otras perritas bonitas hasta les hacían cariñitos verbales; a algunos niños les producía miedo mí presencia y otros me acariciaban, las mujeres eran buenas y casi no se metían conmigo.
Aprendí a caminar libremente por las calles, a dormir a la intemperie, a ganarme el hueso o el alimento requerido, supe que al cuidar de las gentes que me trataban bien, éstas me recompensaban de alguna manera, así fui creciendo y aprendiendo rápidamente, liberándome de muchos males, pero no me liberé del llamado de la vida.
De repente un día el pelo se me comenzó a caer, los mechones salían arrojados por las rascadas, me revolcaba en el piso dejándolo cubierto por miles de pelos que olían feo, el pelo nuevo pronto cubrió todo mi cuerpo y en unos cuantos días estaba hermosa, era un animal desconocido, ya no era tan fea y de serlo yo no lo sentía, era una perrita diferente.
Una mañana me despertaron unos dolores en mi vientre, mi olor era diferente, un sangrado completamente desconocido producía feromonas que anunciaban mi fertilidad, una jauría de compañeros me siguió durante algunos días, se peleaban por mí esperando el momento preciso, ese día llegó, luego los canes se apoderaron de mi cuerpo, me lastimaron mucho y me mandaron más de un mes a caminar con malestares propios de mis hijos que se estaban gestando.
Mis pasos se hicieron más pesados al siguiente mes, el malestar en mi cuerpo ya era cotidiano, ya no me movía rápido, los dolores me abotagaban, el hambre era constante, sin embargo comía menos y engordaba más, caminaba despacio, me pesaba mucho el vientre.
La sed secaba mi garganta, el olor a agua me llegó, necesitaba beberla pero se encontraba lejos de mi, tendría que atravesar la calle, largo rato lo estuve pensando, no quería moverme pero la sed me ganó, decidí ir a calmar mi necesidad, me fui dando traspiés, la cabeza me dolía y no coordinaba bien mis ideas con mis movimientos, de ahí que al cruzar la calle un carro me atropelló, me golpeó mi panza matando a todas mis crías y dejándome maltrecha.
Aullé de dolor y de rabia, la desesperación me comía las entrañas, ladré en contra del cielo reclamando mi marcada desgracia, gemía con desolación y en mi perruno lenguaje le preguntaba a mi Creador, ¿por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué me ha tocado todo lo malo? ¿Acaso yo había nacido para ser el blanco de todas las burlas y las desgracias?
Las criaturas que se estaban gestando poco a poco las arrojé y me quedé maltrecha, adolorida, lastimada, herida y muriéndome de fiebre, producida por las infecciones, mis defensas bajaron y no me morí aunque eso era lo que yo deseaba.
Las gentes piensan que los animales no entendemos lo que hablan pero, ¿Saben algo? Les tengo malas noticias, entendemos todo y para que más les duela, los idiomas no son barrera pues estamos sintonizados en diferentes ondas sonoras, nosotros los animales escuchamos pero también leemos los pensamientos.
El Eterno Creador entregó a cada quién una inteligencia, así la nuestra nos hace que aprendamos más rápidamente, sin necesidad de entrar a una escuela adquirimos conocimientos que desde antes de nacer, ya nos vienen en los genes.
Aprendí un refrán que dice, que al perro más flaco se le cargan más las pulgas. Eso es cierto, pero a mí no tan sólo fueron las pulgas, sino los ácaros de la roña, que me empezaron a comer, los quise matar y me rascaba con las uñas de mis patas, haciéndolo hasta sangrarme, pero ésto en lugar de ayudarme a sanar les facilitaba el camino de la infección que cada día cubría más partes de mi cuerpo.
Deambulaba por todos lados, no tenía fuerza para procurarme el sustento, vagando sin rumbo y casi ciega por el dolor, el malestar producido por la infección que me estaba destrozando, fui a parar a una esquina donde bajaban de un camión de pasajeros una serie de jóvenes, que se dirigían hacia una escuela.
Las fuerzas me abandonaron, en un prado, junto un famélico árbol me recosté esperando mi final, la fiebre había aumentado, la sed me devoraba, mi respiración se me dificultaba y acrecentaba mi frecuencia de respiraciones, los ácaros me destruían a placer, ellos se alimentaban mientras yo me consumía.
Un pedazo de placenta o pellejo que no me había podido desprender era el causante de la infección. Ya no tenía remedio. Gracias a Dios mi tiempo se me acababa, moriría en poco tiempo.
Varios camiones depositaron su estudiantil carga humana y cada vez que llegaba uno, los chamacos saltaban de él con mayor rapidez y corrían para estar dentro de sus aulas antes de la llegada del maestro, así es que conforme se acercaba más la hora de entrada mayores eran las prisas y las carreras.
Luego otro camión llegó, se estacionó detrás de otro del que también bajaban alumnos, quedó frente a mí, un joven brincó del autobús y por poco me aplasta mi cabeza, no sé de donde saqué fuerza para quitarme de un salto de su camino antes de morir aplastada, el esfuerzo hizo que el pedazo de placenta que arrastraba se atorara con algo y fuera arrancado de mi vientre saliéndoseme la infección, el dolor fue mayúsculo a la par del susto, pero me hizo sentir una mejoría casi inmediata.
Torné al lugar que había elegido, pasaron las horas, no supe cuantas, la fiebre me consumía, yo dormitaba, ya no sentía la respiración, me aflojé esperando mi final, sólo recuerdo que una muchacha me trajo un poco de agua que me dio a beber, estaba den tro de una botella y me la metió en el hocico haciéndomela tragar, ese fue mi alimento ese día.
Esa mañana, del día siguiente la niebla abundaba, los chamacos repetían las hazañas de ayer pero yo ya tenía una amiga. “La señorita del agua”, hoy me trajo unas bolitas para que comiera, me puso un traste y lo llenó con agua fresca.
Sus palabras de ternura con las que me trató fueron motivo de burla para unos chamacos que se molestaban por mi horripilante figura, nunca calcularon el enojo de esta damita, cómo sí las burlas hubieran sido para ella, se encendió de justa ira y los puso de vuelta y media, los jóvenes trataron de hacerse los graciosos pero ante sus ojos, no lo lograron.
Volví a sentirme amada, sentí que podía interesarle a alguien, que valía la pena vivir, que tenía mucho que ver y ya sabía que debería ser el consuelo de alguien como mi amiga, al mirarnos a los ojos pude ver su historia de sinsabores y desgracias, ella se miró en mi, sentí que se reflejaba, quise levantarme para seguirla pero no pude, sólo con un débil movimiento de mi cola y mi mirada le di las gracias.
Nuestra amistad duró dos días más, se atravesó el domingo, yo sabía que ella ya no regresaría; sus padres se la llevaban para Estados Unidos, tenía que abortar al bebe que guardaba en sus entrañas.
Ese domingo no llegaron los camiones repletos de estudiantes, la ciudad estaba apacible, las gentes no corrían, había calma, las personas se vestían de gala con ropa dominguera, se olían los perfumes por donde caminaban, los libros gruesos de color negro adornaban las manos, eran parte del decorado de los religiosos, las risas de los niños eran diáfanas y los regaños o llamadas de atención de los padres se escuchaban por doquier.
Una mujer que vive la casa frente al prado y el árbol que yo había adoptado y que me servía de refugio, sacó de una manguera y sin contemplaciones de ninguna especie me echó el chorro de agua corriéndome de mi refugio, al salir empapada quedé a media calle, un carro que giró velozmente casi me atropella, pero logré llegar a la acera de enfrente donde temblando me volví a acostar un rato, encontré otro lugar, no tan apacible pero seguro, temblando de hambre y frío y me dormí hasta el lunes.
La sarna me estaba llegando a los ojos, entonces decidí ver por última vez a mi ángel protector, me fui dando traspiés y siguiendo a una muchachada que se dirigían a la escuela que mi amiga asistía, lo supe porque usaban un uniforme similar.
Tardé mucho tiempo en llegar, nadie me hacía caso, al contrario me sacaban la vuelta.
Por fin llegué a la puerta de la entrada del plantel, por ahí debería de pasar al entrar o salir, así es que me eché con la esperanza de verla por ultima vez y así esperar mi final.
Yo bien sabía que ella no vendría pero este sentimiento me llevó hasta las puertas de la escuela tenía la remota esperanza de que se hubiese arrepentido y no hubiera permitido que su hijo le fuera extirpado.
Las caras de las mujeres jóvenes denotaban su edad, oscilaban entre los quince y los dieciocho años, eran hermosas, radiantes, llenas de buen humor, pero no todas eran así, había unas que llegaban tristes, otras denunciaban al apabullado trajín cotidiano, otras revelaban la lucha por la sobre vivencia como yo.
Sus risas claras y cristalinas reflejaban la alegría propia de su edad, pero también delataban tristezas y sin sabores.
Los perros, aunque estemos dormidos detectamos la presencia del bien y del mal, estamos atentos a una caricia o a un ataque.
Los sentimientos brincaban disparejos a mí alrededor, la mayoría positivos, éstos me animaban a seguir viviendo, entonces fue cuando me decidí a entrar al plantel.
Dentro de la escuela donde encontré cientos de muchachos, la comida abundaba, los tambos de basura rebozaban de desperdicios, el agua que regaba los jardines se derramaba, en un rincón hice mi casa, éste lugar era casi el paraíso terrestre de los canes.
Un hombre grande, barba negra y abundante, de complexión corpulenta y aspecto feroz pero de alma sencilla se compadeció de mí, me puso un trasto, lo llenó de agua fresca, me lo acercó para que calmara mi ardiente sed, me arrimó unas bolitas de alimento que ya conocía, desesperadamente las tragué hasta hartarme, al hombre de aspecto feroz le apodan “El Lobo” fue el ser más tierno y bueno que me he encontrado en mi vida.
Los días pasaron, el alimento que me daba y que con avidez comía me fortaleció, ya caminaba, el Lobo me miró y tiernamente me dijo:
— Que bien te ves, ya estas repuesta; ya es tiempo de que te cure, voy a acabar con tus males para siempre. ¡Ya lo veras! No dijo más y se alejó.
Al poco rato regresó, con una soga me ató a un árbol y sin miramientos de ninguna clase me baño con aceite quemado de los que desechan de los motores cuando se les hace el cambio, me empapó todo el cuerpo, no quedó un solo lugar que no fuera impregnado.
El ardor y la comezón amainaron, los pocos pelos que me quedaban se me cayeron. Éste tratamiento me lo aplicó tres veces en una semana y santo remedio la sarna se acabó.
Nunca había sabido lo delicioso que es un chorro de agua en el cuerpo y mi nuevo amo me proporcionó esa alegría, me enjabonó varias veces, me lavó perfectamente y me soltó para que me secara a mí gusto.
A partir de ese instante mi vida cambió, los chamacos ya no me tenían asco, ya no era una perra callejera, ahora tenía un amo y muchos amigos; todos los chavos me empezaron a querer bien y me llamaban por mi nombre, ¡Ah! Porque sépanse que ya tenía un nombre, el nombre que me puso mi amo el Lobo, me llamó: “La Roñalda”.
El cariño manifestado por las profesoras, me hizo sentir que las mujeres somos lo máximo, ya que siempre me tenían una palabra amigable, un pedacito de pan o su alimento lo compartían conmigo.
Le caí bien al Director del plantel que lo hacía marchar con orden y disciplina, él ya me conocía y me compraba las bolsas de alimento y se las entregaba al Lobo para que me las diera. Él fue mi sostén.
Mi responsabilidad era velar en las noches, cuidaba que nadie se metiera a la escuela a cometer algún delito o atropello dentro del plantel, así es que me pasaba en vela recorriéndolo todo a mi etilo es decir de cabo a rabo.
El Director aceptó de buen grado mi presencia, ya me salió el pelo y ahora muy bonito, soportaba que me paseara por todos los pasillos a la hora que fuera, dormitaba fuera de los salones de clases.
Antes me quejaba ante el Creador de que los perros no hablábamos pero obtuve su benevolencia de entablar pláticas con una persona, quizá fue por los méritos que hice con mis sufrimientos, esos caminos trazados por Dios ni siquiera nosotros los animales los conocemos
Conocí a muchos muchachos que sus vidas eran dignas de ser contadas, de ahí que me hiciese de un amigo al que mentalmente le comunico mis impresiones y él las redacta, de esta manera les contaré mi vida y algunas historias desde mi punto de vista perruno.

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