El Viaje
Los caballos avanzaban al trote, sin apuro, por las calles casi desiertas; guiados por un adusto chofer, vestido de negro, erguido, con el látigo pronto para llamar la atención de las bestias al menor descuido. Amanecía.
En el interior del coche, el silencio estaba presente en el silencio de cada uno de los integrantes de mi familia. Mamá me observaba sin ver, perdida en sus pensamientos. Seguramente recordando los últimos momentos de vida de quien ahora yacía en el féretro. Imagino su diálogo interior “¿Quién lo hubiera dicho? Pobrecito… Si hasta ayer estaba bien.” A su lado, reclinado en el asiento, papá. Parecía envejecido, con sus ojos bajos, callado, filosofando mentalmente sobre el aquí y el ahora en relación con el más allá. Sentada frente a ellos, arrullaba tiernamente a mi niña de sólo cuatro meses, preocupada por mantenerla dormida. Contemplaba a mis padres con cariño y angustia por el dolor de ellos. No me animaba a hablar, a hacerles las preguntas que me inquietaban. Tenía miedo a las respuestas. Pero…¿quién era el muerto? ¿A quién estábamos acompañando en ese lúgubre amanecer? ¿Por qué solamente íbamos nosotros cuatro al entierro? ¿Tal vez no tenía amigos u otros familiares? De pronto el carruaje se detuvo. Intenté ver a través de la ventanilla; la niebla, acompañada de una fina llovizna, me lo impedía. Se movieron los caballos nuevamente y no pararon hasta que llegamos a destino. Mamá protegía a mi bebé con una pañoleta. Traté de protestar, de decirle que yo podía cargarlo. Pero no. Ella no me escuchaba. Sus ojos estaban irritados por el llanto y yo volví a preguntarme quién era aquel que les producía tanto dolor.
Fui quedando atrás, mientras mis padres se dirigían a una determinad parcela del lugar. El féretro ya se encontraba depositado allí, listo para ser enterrado en la profundidad del pozo. Descendieron el cajón. Sentí un agudo dolor y me faltó el aire. Atrapada entre esas maderas, inmovilizada, me ahogaba. Quería gritar, pedir socorro, que me sacaran de allí. Nadie me escuchaba. No salía ningún sonido de mi boca. Me desvanecía cuando sentí un fuerte viento, como huracanado, que me separaba de esa prisión arrastrándome hacia donde yo estaba observando la escena. Nuevamente ellos me habían devuelto a mi lugar. La calma se recuperó y pude respirar libremente. Seguí observando desde afuera a mis seres queridos, ya sabiendo quien era. Me lloraban, y no alcanzaban a entender lo inevitable de esta transición. En algún momento todo sería comprensible para ellos. Intenté acercarme pero fuerzas extrañas me impidieron avanzar. No tenía miedo, sin embargo el desprendimiento me perturbaba. Emprendí el camino guiada por esa extraña luz de un nuevo amanecer. Una última mirada hacia la gente reunida y subí al carruaje vacío. Me dejé llevar hacia mi destino. No sufría. A pesar del viaje, siempre permanecería muy cerca de ellos... Lo sabía.
Los caballos avanzaban al trote, sin apuro, por las calles casi desiertas; guiados por un adusto chofer, vestido de negro, erguido, con el látigo pronto para llamar la atención de las bestias al menor descuido. Amanecía.
En el interior del coche, el silencio estaba presente en el silencio de cada uno de los integrantes de mi familia. Mamá me observaba sin ver, perdida en sus pensamientos. Seguramente recordando los últimos momentos de vida de quien ahora yacía en el féretro. Imagino su diálogo interior “¿Quién lo hubiera dicho? Pobrecito… Si hasta ayer estaba bien.” A su lado, reclinado en el asiento, papá. Parecía envejecido, con sus ojos bajos, callado, filosofando mentalmente sobre el aquí y el ahora en relación con el más allá. Sentada frente a ellos, arrullaba tiernamente a mi niña de sólo cuatro meses, preocupada por mantenerla dormida. Contemplaba a mis padres con cariño y angustia por el dolor de ellos. No me animaba a hablar, a hacerles las preguntas que me inquietaban. Tenía miedo a las respuestas. Pero…¿quién era el muerto? ¿A quién estábamos acompañando en ese lúgubre amanecer? ¿Por qué solamente íbamos nosotros cuatro al entierro? ¿Tal vez no tenía amigos u otros familiares? De pronto el carruaje se detuvo. Intenté ver a través de la ventanilla; la niebla, acompañada de una fina llovizna, me lo impedía. Se movieron los caballos nuevamente y no pararon hasta que llegamos a destino. Mamá protegía a mi bebé con una pañoleta. Traté de protestar, de decirle que yo podía cargarlo. Pero no. Ella no me escuchaba. Sus ojos estaban irritados por el llanto y yo volví a preguntarme quién era aquel que les producía tanto dolor.
Fui quedando atrás, mientras mis padres se dirigían a una determinad parcela del lugar. El féretro ya se encontraba depositado allí, listo para ser enterrado en la profundidad del pozo. Descendieron el cajón. Sentí un agudo dolor y me faltó el aire. Atrapada entre esas maderas, inmovilizada, me ahogaba. Quería gritar, pedir socorro, que me sacaran de allí. Nadie me escuchaba. No salía ningún sonido de mi boca. Me desvanecía cuando sentí un fuerte viento, como huracanado, que me separaba de esa prisión arrastrándome hacia donde yo estaba observando la escena. Nuevamente ellos me habían devuelto a mi lugar. La calma se recuperó y pude respirar libremente. Seguí observando desde afuera a mis seres queridos, ya sabiendo quien era. Me lloraban, y no alcanzaban a entender lo inevitable de esta transición. En algún momento todo sería comprensible para ellos. Intenté acercarme pero fuerzas extrañas me impidieron avanzar. No tenía miedo, sin embargo el desprendimiento me perturbaba. Emprendí el camino guiada por esa extraña luz de un nuevo amanecer. Una última mirada hacia la gente reunida y subí al carruaje vacío. Me dejé llevar hacia mi destino. No sufría. A pesar del viaje, siempre permanecería muy cerca de ellos... Lo sabía.
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