GAUCHADA.
Comenzaban a distinguirse las figuras en el patio, el día se iba aclarando y podían verse algunas nubes que traían tormenta. La mujer de Inocencio sintió ruido afuera y avisó al marido, mientras los perros ladraban a un bulto que se hamacaba cerca de los trasparentes.
- Soy Medina – gritó una voz de arriba de un caballo.
Inocencio salió hasta alcanzarlo y quedaron juntos, fuera del rancho, conversando. La mujer miraba por una pequeña ventana los movimientos de los dos hombres, ahora podían verse con más claridad.
Inocencio entró al rancho con decisión y pasó al lado de su mujer que cocinaba junto al fuego para la prole.
- ¿Qué pasó? – dijo la mujer cuando Inocencio pasaba a su lado sin decir una palabra.
- ¿Qué pasó? – gritó de vuelta cuando Inocencio se perdía en un rincón oscuro del rancho y volvía con un hijo del brazo y lo llevaba hasta el patio.
Ahora la mujer miraba desde la puerta mientras Inocencio la miraba de reojo y ella volvía a la pequeña ventana para observar. El muchacho estaba de pie, junto a los dos hombres, y Medina lo señalaba con insistencia, pero él no decía una palabra. Inocencio sacó el facón y se lo entregó, aunque parecía no estar dispuesto a agarrarlo. El padre golpeó el pecho del muchacho con el facón que ahora lo tomaba con sus dos manos; Inocencio se alejó unos pasos.
La madre se alejó de la ventana y se acercaba al fuego cuando relampagueó en su memoria la madrugada de tormenta que lo había parido, las veinte horas del parto y los agónicos tres meses tumbada en la cama posteriores al nacimiento de su primer hijo. Sintió unos golpes secos de cuchillos allá afuera mientras los otros hijos corrían dentro del rancho, un fuerte mareo le tumbó las piernas y debió buscar donde apoyarse, mientras los niños corrían a su alrededor.
Afuera, en el patio, el muchacho, con su sombrita de bigote, estaba sobre el piso de tierra empapado en sangre que formaba vapor y se perdía en el aire. Mientras la sangre coagulaba Inocencio se acercó a levantar su facón. Medina se acercaba a su caballo sin decir palabra.
- ¡Medina! – gritó Inocencio. – Usté’ defendió el honor de su hija, ahora debo defender el del mío.
Medina giró mirando a los ojos a Inocencio y apretó con fuerza la empuñadura. Inocencio envolvía el poncho en su mano izquierda. Se miraron un momento y avanzaron ambos hacia adelante.
Se detuvieron a unos pasos uno del otro mientras sus vistas se detenían en los brazos armados. Medina dio un salto hacia delante con el brazo diestro estirado; Inocencio, apoyándose en el pie izquierdo, giró hasta esquivarlo. Medina pasó de largo por la embestida y se frenó con sus pies en el suelo girando rápidamente. Inocencio, con el poncho de escudo, se abalanzó sobre Medina y quedaron trenzados sin movimiento hasta que se empujaron ambos hacia fuera nuevamente.
A unos pasos uno del otro giraban buscando para atacar. Medina dio un paso hacia delante y levantó el facón dirigiéndolo con fuerza al pecho de Inocencio que al verlo venir se afirmó con un paso hacia atrás y puso su facón en defensa. Chocaron los cuchillos mientras Inocencio se quitaba a Medina de encima, el facón llegó a alcanzarlo pero sólo traspasó la ropa.
Volvían a girar mirándose mutuamente, esperando a atacar. Ahora Inocencio avanzó con el facón a media altura pero Medina lo detuvo haciendo chocar el suyo y con la mano izquierda le sujetó el brazo armado. De un golpe, Inocencio, con su mano izquierda, lo hizo girar, Medina perdió el equilibrio y cayó de rodillas al suelo, en un solo movimiento Inocencio lo sujetó por la cabeza y con el facón le abrió la garganta.
Medina aflojó las piernas y cuando Inocencio lo soltó se desplomó sobre el suelo de tierra.
Los perros no paraban de ladrar.
Comenzaban a distinguirse las figuras en el patio, el día se iba aclarando y podían verse algunas nubes que traían tormenta. La mujer de Inocencio sintió ruido afuera y avisó al marido, mientras los perros ladraban a un bulto que se hamacaba cerca de los trasparentes.
- Soy Medina – gritó una voz de arriba de un caballo.
Inocencio salió hasta alcanzarlo y quedaron juntos, fuera del rancho, conversando. La mujer miraba por una pequeña ventana los movimientos de los dos hombres, ahora podían verse con más claridad.
Inocencio entró al rancho con decisión y pasó al lado de su mujer que cocinaba junto al fuego para la prole.
- ¿Qué pasó? – dijo la mujer cuando Inocencio pasaba a su lado sin decir una palabra.
- ¿Qué pasó? – gritó de vuelta cuando Inocencio se perdía en un rincón oscuro del rancho y volvía con un hijo del brazo y lo llevaba hasta el patio.
Ahora la mujer miraba desde la puerta mientras Inocencio la miraba de reojo y ella volvía a la pequeña ventana para observar. El muchacho estaba de pie, junto a los dos hombres, y Medina lo señalaba con insistencia, pero él no decía una palabra. Inocencio sacó el facón y se lo entregó, aunque parecía no estar dispuesto a agarrarlo. El padre golpeó el pecho del muchacho con el facón que ahora lo tomaba con sus dos manos; Inocencio se alejó unos pasos.
La madre se alejó de la ventana y se acercaba al fuego cuando relampagueó en su memoria la madrugada de tormenta que lo había parido, las veinte horas del parto y los agónicos tres meses tumbada en la cama posteriores al nacimiento de su primer hijo. Sintió unos golpes secos de cuchillos allá afuera mientras los otros hijos corrían dentro del rancho, un fuerte mareo le tumbó las piernas y debió buscar donde apoyarse, mientras los niños corrían a su alrededor.
Afuera, en el patio, el muchacho, con su sombrita de bigote, estaba sobre el piso de tierra empapado en sangre que formaba vapor y se perdía en el aire. Mientras la sangre coagulaba Inocencio se acercó a levantar su facón. Medina se acercaba a su caballo sin decir palabra.
- ¡Medina! – gritó Inocencio. – Usté’ defendió el honor de su hija, ahora debo defender el del mío.
Medina giró mirando a los ojos a Inocencio y apretó con fuerza la empuñadura. Inocencio envolvía el poncho en su mano izquierda. Se miraron un momento y avanzaron ambos hacia adelante.
Se detuvieron a unos pasos uno del otro mientras sus vistas se detenían en los brazos armados. Medina dio un salto hacia delante con el brazo diestro estirado; Inocencio, apoyándose en el pie izquierdo, giró hasta esquivarlo. Medina pasó de largo por la embestida y se frenó con sus pies en el suelo girando rápidamente. Inocencio, con el poncho de escudo, se abalanzó sobre Medina y quedaron trenzados sin movimiento hasta que se empujaron ambos hacia fuera nuevamente.
A unos pasos uno del otro giraban buscando para atacar. Medina dio un paso hacia delante y levantó el facón dirigiéndolo con fuerza al pecho de Inocencio que al verlo venir se afirmó con un paso hacia atrás y puso su facón en defensa. Chocaron los cuchillos mientras Inocencio se quitaba a Medina de encima, el facón llegó a alcanzarlo pero sólo traspasó la ropa.
Volvían a girar mirándose mutuamente, esperando a atacar. Ahora Inocencio avanzó con el facón a media altura pero Medina lo detuvo haciendo chocar el suyo y con la mano izquierda le sujetó el brazo armado. De un golpe, Inocencio, con su mano izquierda, lo hizo girar, Medina perdió el equilibrio y cayó de rodillas al suelo, en un solo movimiento Inocencio lo sujetó por la cabeza y con el facón le abrió la garganta.
Medina aflojó las piernas y cuando Inocencio lo soltó se desplomó sobre el suelo de tierra.
Los perros no paraban de ladrar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario